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A EUROPA EN LA CABINA DE UN AIRBUS 340 DE AEROLINEAS ARGENTINAS

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Como mochilero, lo que siempre me molestó en ser pasajero en los trenes o buses es la ausencia de esa vista preferencial del camino. ¿Qué es eso de viajar en el enésimo asiento junto a un tipo que ronca y otro que reclina su asiento sobre tus rodillas? Siempre me pareció que la acción de viajar implicaba pegar la nariz contra el parabrisas, no perder de vista ni por un segundo la línea blanca intermitente de la carretera. Estoy acostumbrado a ir conversando con el conductor o camionero, a estar cerca del timón, lo que acrecienta la sensación de estar liderando ese movimiento. En los aviones lo mismo, siempre esa vista lateral mezquina, recortada, donde uno no sabe ni por donde vuela ni qué es lo que hay debajo. Para un viajero acostumbrado a tener el control del movimiento, nada peor que esos desplazamientos pasivos. 



Y entonces muchos, cuando quieren pincharnos el globo, disfrutan de preguntarnos: “¿Y cuando tienen que cruzar el océano cómo hacen? ¡Porque a los aviones no se les puede hacer dedo…!” Pero este viaje a Europa fue distinto. El vuelo 1644 de Aerolíneas Argentinas  a Madrid no fue un vuelo más, porque el piloto de ese avión era Atila. Atila nos había escrito un año atrás. Cuando un piloto te escribe ofreciéndote cruzarte el océano de onda, primero pensás que es un chiste, una jodita para Tinelli. Pero no, Atila nos ofrecía uno de los pasajes anuales "no name" que los pilotos disponen cada año para endorsar a familiares o amigos. Había sabido de nuestra quijotesca vuelta al mundo a dedo a través de una entrevista de C5N. Fue Laura la que abrió el mail. Yo estaba visitando a mi familia en Mar del Plata, y por el volumen de sus gritos pude saber que también estaba dando saltos.

Todo era demasiado sincrónico para estar sucediendo, pero estaba sucediendo. Ambos recordamos nuestro viaje a Antártida... Como aún estábamos escribiendo el libro contuvimos la tentación de aceptar esos pasajes en el acto. Un asado en Adrogué sirvió para conocer a Atila en persona, para compartir planes y desafíos. Nuestro nuevo amigo fue categórico: "En lo que los pueda ayudar, si vuelo a ese destino, estoy a sus órdenes". Cuando llegó el momento, meses después, Atila nos dijo que lo esperáramos en la terminal C de Ezeiza y allí fuimos, con las mochilas cargadas para un viaje de un año por tierra a Asia Central que comenzaría en Europa. No estaba nada mal que nuestro primer salto hacia oriente fuera de la mano de alguien que compartía nombre con el gran jefe de los Hunos.

La ayuda de Atila –lo nombro aunque su deseo era el anonimato- fue estratégica para cruzar el charco y seguir con este sueño. Pero además nos regaló el viaje en avión más increíble de nuestras vidas. Luego de dormirnos todo el Atlántico, fuimos invitados a la cabina justo cuando el Airbus llegaba a la costa occidental de África. Habíamos explicado que documentábamos nuestro viaje como parte del futuro libro y Proyecto Educativo y el comandante de abordo aprobó esta excepción siguiendo el protocolo.


La cabina era mucho más pequeña de lo que pensaba, pero los controles, perillas y relojitos no dejaban un centímetro cuadrado libre. O estábamos en la oficina de Dios. Lo primero que me llamó la atención era que el avión se guiaba prácticamente sólo. Atila nos explicó que salvo en los –sagrados- momentos del despegue y del aterrizaje, piloto y copiloto se limitaban a supervisar el piloto automático. Noté en sus ojos cierta resignación, como si pilotear manualmente a ese Pegaso fuera el néctar de su existencia y la tecnología un arrebato insolente.  

- Eso que se ve ahí abajo es Dakar – dijo Atila sonriendo ampliamente debajo de sus Ray Ban, el termo listo en la mano derecha para cebar un mate estratosférico.

Entonces fue el descubrimiento, el punto de contacto y reconciliación con lo primordial. Me di cuenta  que el avión no dejaba de compartir ciertos rituales con su pariente más humilde: el camión. Tanto en los Scanias como en los Airbus, los humanísimos tripulantes, los engranajes humanos de la globalización de pasajeros y mercancías, toman mate. Era como si hubiéramos apuntado nuestro dedo al cielo y el Airbus hubiera aterrizado en alguna ruta para volver a batir sus alas. Tenía que ser así, si estábamos tomando mate en la cabina, era porque en forma encubierta, le habíamos hecho dedo.




Durante uno o dos minutos pudimos observar la rompiente de las olas contra una costa desértica, dorada. Las nubes proyectaban su sombra sobre el Sahara y lo cruzaban en lentas caravanas que nuestra velocidad condenaba a la desaparición. De una forma cómoda y surrealistamente poética, nosotros también lo cruzábamos. La primera tanda de mates arrancó en Senegal, y cuando el avión llegó a la frontera de Mauritania, hubo que cambiar la yerba.¿Cuántos camellos, cuántos exhaustos éxodos cabían, cielo abajo, en nuestro sobrevuelo a chorro? ¿Cuántas almas descalzas habían dejado todo en busca de una mejor vida en Europa, esquivando patrullas de frontera que los cazaban como en safaris para tener una chance de navegar en balsas clandestinas los 14 km que separan Africa de Europa? Ibamos demasiado alto y rápido para compararnos con esos gladiadores. Por eso, guardé internamente algunos segundos de silencio en debido homenaje.




Al llegar a Mauritania, Atila tomó la radio y comenzó a hablar en código con la torre de control de Nouakchott. La clásica: Nouckchott, Argentina, one, two, three, alfa, tango… Si en los camiones había hojas de ruta, acá arriba había cartas de navegación aérea, con códigos aeroportuarios y líneas punteadas, y cada vez que pasábamos por encima de un aeropuerto, Atila se anunciaba con los protocolos del aire. Esos intercambios no eran meros pleitesías. Alguna que otra vez, desde tierra le habían sugerido cambiar de ruta, molestarse en caso que considerara necesario esquivar un foco de rebeldes ansiosos de probar sus lanza misiles portátiles. Cuando un avión nos pasó en sentido contrario por la izquierda, a apenas un kilómetro, Atila nos explicó que antes del despegue hay una central a nivel mundial que asigna las rutas a cada avión para que no colisionen en el aire. 


Vimos Africa cambiar de color, al Sahel volverse Sahara. Luego emergieron las montañas Atlas y antes de que se volviera a lavar la yerba  el Estrecho de Gibraltar ya estaba debajo nuestro. Nuestras pupilas estaban en contacto con Europa. Atila sonreía, su misión de catapultar a estos Acróbatas en su nueva misión estaba cumplida. A mí, más que llegar a Europa, me reconfortaba comprobar que también del mundo aeronáutico se podía esperar héroes más pendientes del intercambio humano que del económico. 

En palabras de Atila: “Lo que me gusta de este trabajo es que ves gente que lleva años esperando viajar, abrazos de familiares que no se ven hace una década, gente que luchó mucho por su sueño”. 

Allí a diez mil metros de altura, le firmamos un ejemplar de nuestro libro Caminos Invisibles, el testimonio de nuestro sueño anterior, y consumamos ese trueque primordial. Dejamos también algunos libros de regalo a las azafatas y asistentes de vuelo. Nos agradecieron con una emoción que nos sentimos casi familia. Nuestro viaje a Asia Central, había comenzado de una manera mágica… Para finalizar, les comparto un breve video para que compartan unos segundos de ese viaje con nosotros...



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DESAFÍO RIN: EN BICICLETA DE BONN A MAINZ POR LA RHEIN RADWEG

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postales Germania
                                                  

Este viaje en bicicleta por el Rin, desde Bonn hasta Mainz, tiene varias raíces, antiguas y queridas. Es un viaje de dos semanas dentro de un viaje de un año. Mientras Laura y yo preparamos los últimos detalles para alcanzar las estepas siberianas y las Montañas Pamir en Asia Central nos surgen inquietudes individuales, proyectos solistas. Laura está viajando por Islandia con Aniko Villalba en lo que llamaron #DesafioIslandia. Así las cosas, este Acróbata librado a sus instintos reivindica rumbos harto soñados y postergados y presenta batalla al mapa. El #DesafioRin acaba de comenzar. (Si me seguís en Twitter @losacrobatas, voy subiendo fotos en tiempo real)


Con más de 1200 km de longitud el Rin es uno de los ríos más largos de Europa. El tramo que me propongo cubrir, desde Bonn hasta Mainz, condensa muscularmente toda la épica medieval que Alemania tiene para ofrecer. El río está punteado por fortalezas que antaño sirvieron como puestos de peaje a las embarcaciones que llevaban mercancías desde los Alpes hasta el Mar del Norte. Pero hay más esperando a este vagabundo: hay viñedos que producen uno de los mejores vinos blancos secos del mundo, hay ciudadelas amuralladas, casonas del S.XV con sus esqueletos expuestos de madera, hay señas, guiños de un pasado romántico en letreros de tabernas, buzones, candelabros y callejuelas.

Mi curiosidad por Alemania es infantil. No señores, mi infancia no fue un limbo de superhéroes y dibujitos, sino una tortura auto-infligida de aficiones, desde la astronomía hasta la filatelia. Sí, la palabra nerd me quedaba chica. A través de la filatelia conocí acerca de tierras muy lejanas, casi míticas –Baluchistán, Tuva, Transvaal, Indochina- cuyos nombres desaparecieron de los Atlas oficiales hace al menos un siglo. Unas antiguas postales con castillos dramáticamente posados sobre los acantilados a la vera del Rin fueron el primer detonante. El remate fue –no podía ser de otra manera- un libro de viajes. El tiempo de los regalos de Patrick Leigh Fermor, quien en 1933 a pie desde Rotterdam hasta Constantinopla, siguiendo los cursos del Rin y del Danubio con sólo 18 años. Este viaje es, ni qué decirlo, un humilde homenaje personal al gran Fermor.

¿Y por qué recorrer el Rin en bicicleta y no a dedo? Este es un viaje en el quiero ser consciente de cada kilómetro que avanzo, porque estaré a la pesca de detalles y para eso la lentitud de la bicicleta será mi aliada. Como nunca antes hice un viaje en bici, me contacté con mi DT, Damián López, alias Jamerboi, otro marplatense chiflado que viajó cuatro años en bici desde Alaska hasta Ushuaia. Damián vive en Bonn, y se encargó de todos los preparativos. Literalemente: cuando llegué, sólo tenía que subirme a la bici. Alforjas, luces, inflador, carpa (la mía se la llevó Laura a Islandia) y hasta kit para reparar pinchaduras. Dejé a La Maga -mi mochila- en su casa y partí. Pero tenía que darle un nombre a la bici, y ese fue Mulata, en honor a las maría mulatas, esas aves renegridas que abundan en el Caribe. Son pájaros que no se conforman con merodear tu almuerzo en espera de miguitas, sino que con tres saltitos empiezan a picotearte del plato mismo. Mulata es igual de atrevida, y pondrá sus ruedas al servicio de mis ojos de rapiña.

                             

Los 3 “se puede” del #DesafioRin

* La línea de este viaje es seguir la Radweg, (Eurovelo 15) la bicisenda que recorre todo el Rin de cabo a rabo, incluso en muchos tramos con carriles, puentes y semáforos propios y separados de los autos. El tramo propuesto es de 170km + desvíos y lo que la ruta depare! No es una gran distancia, pero para ser mi primer viaje en bicicleta, me parece suficiente. Además, sé que voy a colgar en más de un lugar.

* Si bien Alemania es un país caro para los estándares argentinos, me propongo realizarlo con un presupuesto mínimo. Quiero derribar el mito de que los alemanes son gente fría. Porque la indiferencia y la generosidad la he sufrido/gozado en todos los países. Lo “cerrada” que sea la gente en tal o cual sitio también habla de nuestra facilidad/dificultad para relacionarnos apelando a puntos en común en vez de quedarnos en un rincón oscuro besando desconsoladamente la camiseta de nuestra patria idealizada.

* También (¡muy importante!), quiero cumplir mi sueño de ser cartero en el país cuyas estampillas colecciono. Por eso, con la ayuda de Matías Harina, diseñador gráfico que también trabajo muy duro para hacer realidad nuestro libro Caminos Invisibles, diseñamos la postal de abajo. ¿La propuesta? Invitar a la gente a enviar postales a familiares y amigos que vivan en pueblos a lo largo de mi recorrido probable. La estampilla pre-impresa en la postal pertenece a la serie “Germania”, y su original fue emitido en el año 1900. Como el original decía REICHSPOT (Correo Imperial) y para que mi postal no tenga una connotación política, cambiamos la leyenda a RHEINPOST (Correo del Rin).


Claro que hay otras mini misiones, como acampar debajo de algún castillo, emborracharse frente al Rin, hacerle dedo a alguna de las barcazas que suben y bajan por el río, dormir en alguna casona antigua. ¡Iremos viendo qué propone la ruta! ¡Gracias por acompañarme!

vista aerea del rin


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DE BONN A KOBLENZ POR EL RIN: CÓMO HACER AMIGOS Y QUE LAS COPAS SE LLENEN SOLAS

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La ciclovía EV-15, o Rhein Radweg, recorre íntegramente el curso del Rin desde su nacimiento en los Alpes hasta Rotterdam, y es parte de una red de ciclovías de larga distancia de 70,000 km que integra casi toda Europa. En este post quiero contarles cómo fue mi viaje desde Bonn hasta Koblenz, aproximadamente la mitad del #DesafioRin cuya meta final es Mainz. ¿Qué puede aportarle un escritor argentino al afamado Rin Romántico de castillos y viñedos, ya aclamado por los reyes prusianos y pintores ingleses? ¡Bienvenidos a mi pirueta-monigote ciclopropulsado por el Rin!


No voy a hablar mucho de Bonn, solo decir que fue la cuna de Beethoven y las gomitas Haribo, y también la capital de la República Federal Alemana desde 1949 hasta 1991. La salida de Bonn no fue fácil. Era fin de semana y alemanes de todas las edades (pero principalmente, no me pregunten por qué, gente de más de 50 años) habían salido en masa a las ciclovías. Todos con sus bicicletas perfectas y alforjas último modelo, pasaban a mi lado con un zumbido atlético y dejaban en el más rezagado de los anonimatos a mi bicicleta de paseo prestada y adaptada a las corridas para un viaje larga distancia. En Sudamérica, cualquiera que viaje en una bici llama la atención, pero en Alemania la bicicleta es parte de la cultura y no un medio de locomoción para pobres. Vi mucha gente estacionar sus Mercedes Benz para salir en bici por la EV-15. Pero más allá de lo económico, merece un elogio la vitalidad de la gente de la tercera edad en estos países.  


LAS CASAS EN ALEMANIA, DESDE FUERA.

En Oberwinter, pocos kilómetros al sur de Bonn, ya comencé a encontrarme con exquisitas casas en estilo fachwerk –paredes de madera entramada-, con himnos dedicados al vino inscriptos en sobria letra gótica en sus paredes, o versos sobre cervezas frías que esperan a los viajeros.  Cada vez que veo una de estas casas, desvisto a su entorno de modernidad para adivinar cómo se verían en su época. Y en Alemania eso es fácil, basta con hacer desaparecer algunos automóviles y trocar la indumentaria actual por una más clásica y la alquimia está lista.  Una de las posadas era del año 1642. Y eso, en mi primer día de viaje por el Rin, todavía me sorprendía. Claro está, tenía otras cosas de que preocuparme. Al ser mi primer viaje en bici, vigilaba de cerca la presión de los neumáticos, pues la bici iba pesada y cada tanto tenía que bajarme a inflarlos.

¿Y QUÉ ONDA LOS CAMPINGS?

Así llegué a Remagen. Como era el primer día, y estaba más pendiente de la bicicleta  que de hacer contacto social, decidí, por única vez, pagar un camping. Los campings europeos, ya lo dije alguna vez, dan asco. Es decir, son limpios como aeropuertos, pero rebozan de casas rodantes y de jubilados panzones. Es muy raro ver una carpa. No sólo tenés que pagar 10 euros la noche, sinó que ducha, electricidad o acceso a internet se cobran aparte. Si, la ducha funciona a fichas, que cuestan 70 centavos de euro, y al lado de la máquina que te da las fichas, hay otra máquina que te da el cambio para usar en la primera. Cuando me señalaron los baños no los reconocí: podrían haber sido la entrada a un museo, con mástiles y banderas de cada país europeo. No entendí si eso significaba que hasta  los momentos más escatológicos debían estar al servicio de la fraternidad europea o, al contrario, que se cagaban en Europa.

LAS CASAS POR DENTRO, O EL MOCHILERO RECONCILIADOR.


                               La casa de las torrecitas es donde se ambientó el encuentro.

Un poco harto de estar rodeado de turistas de fin de semana, decidí cruzar en el ferry  a la otra orilla del Rin, menos turística pero sin bicisenda, y fue como frotar una lámpara. En la aldea de Leubsdorf me había detenido a fotografiar una casa burguesa del siglo XIV cuando un hombre salió de adentro con la bolsa de los mandados. No era un noble con capa y un blasón, como hubiera sido estética e ingenuamente correcto,  sino un alemán de mi edad con un brazo tatuado y una muñequera de cuero. Alexander  -así se llamaba- me preguntó que hacía, y cuando le dije que recorría Alemania en bicicleta buscando gente real además de lindas postales, me invitó a conocer la granja de su familia, donde criaban caballos. La casa en cuestión –aseguró- llevaba más de setecientos años pasando de generación en generación en su familia. Es decir, desde antes que Colón llegara a América, aunque casi toda la memoria oral se había perdido. 



Subimos hasta la granja. Con esa magia típica de Alemania, en un segundo estás en un pueblo, y a dos minutos estás bajo las copas de los árboles. Una cerveza llegó a mis manos (sí, Radler con limón, de mis favoritas, gracias) y caminamos por la granja. Alexander me presentó a su novia, y luego le dio un fuerte abrazo. Y quiero decir, fuerte, sentido como el alivio de quien se asfixiaba. Caminamos luego los tres por la granja, saludamos a los caballos por sus nombres (Macao, Don`t Worry y Lady) y nos sentamos luego en un Traumbank (literalmente, banco de los sueños), de respaldar sinuoso y sumamente cómodos instalados adrede frente a paisajes espectaculares. Allí Alexander me contó su vida diaria, trabajaba para la compañía eléctrica cortando la luz a quienes no pagaban. Había conocido a Ana María, su novia, tomando con ella lecciones de equitación. Esa mañana habían peleado, y cuando lo ví salir de su casa no llevaba la bolsa de los mandados, sino una vianda para irse a dormir a donde sus padres. Pero obra de la sincronicidad, al salir de su casa, se había encontrado con un mochilero argentino, y éste –yo- se había vuelto la excusa, un evento lo suficientemente atípico para ser puente y reconciliación. 

- Si hubiera salido de asa cinco minutos más tarde, todavía estaría peleado con Ana". 

Me sentí caja de bombones entregada para el sonrojo y el perdón. Y me sentí bien, útil a otros humanos que ni conocía, tan lejos de casa. Y pensé para mis adentros:

- Cuando viajás como mochilero recibís un montón, pero también das, a veces sin darte cuenta.

Esa noche dormí bajo las crujientes vigas de madera de la casa cuasi milenaria que había fotografiado.


Alexander y Ana María fueron los primeros que escribieron un mensaje para unos amigos que vivían en Fischbach, más al sur, en una de las postales diseñadas especialmente para este#DesafioRin. Ahora, este cartero tenía un misión, a más de 170 km de distancia.


                                                Qué lindo cuando desaparece el asfalto...

Con una vianda con budín, yogur bebible y sándwiches entregada por mis nuevos amigos salí a la ruta, aún por la orilla del Rin. Seguí una senda por el bosque marcada con el cartelito del Rheinsteig, una red de senderos para caminar, que obviamente no estaban diseñados para bicicleta. Pero siguiendo esa senda conquisté el silencio, comencé a rodar por una Alemania sin turistas chinos, sobre el pedregullo y con Cristos de piedra que bendecían cruces de caminos centenarios, con depósitos de leña, huellas de tractor. La verdadera Hinterland.



Muy feliz, cantando sobre mi bicicleta, llegué a Ariendorf. Pero lo lindo es que en Alemania no sólo llegás a un pueblo sino que, bajando hacia un valle desde una ruta de montaña, primero lo ves aparecer abajo tuyo y observás como un águila su iglesia y sus casas de madera con sus techos curvos como si los siglos estuvieran sobre ellos a caballo. Y de pronto el mapa dice que a pocos kilómetros de ahí está el castillo de Arenfels, del siglo XIII. Y avanzo con fe ciega por mi sendero de pedregullo sin un alma. De pronto un arco de piedra, y allí aparece, encumbrado sobre una colina tapizada de viñedos. Me quedo un rato observando la heráldica, los escudos con dragones y banderas. Converso con un hombre quien dice que vive en el castillo, y me señala los orificios de artillería de la Segunda Guerra Mundial. ¿Habrá algún rincón de Europa donde no se haya disparado? El hombre viste una camisa cualunque manchada con pintura, me dice que están restaurando el castillo. Investigué previamente que el castillo no es un museo, sino la propiedad privada del Barón de Scweppenburg. Quizás sea él o un descendiente. De seguro que no es un empleado, porque asegura conocer Argentina gracias a un viaje en crucero… Para no ser cholulo, prefiero quedarme con la duda. Si hubiera sido más  tarde, hubiera tenido la excusa perfecta para pedir permiso para acampar allí, y con suerte hubiera sido invitado por los descendientes del barón a pasar la noche en el castillo.Pero prefiero no forzar las cosas. Hay luz y aún mis piernas tienen ganas de pedalear.


Vuelvo a cruzar a la orilla con ciclovía, porque de este lado, la Rheinsteig se hace imposible para mi bici, que viene con las alforjas super cargadas. Otra vez por bicisenda asfaltada, llego a la ciudad amurallada de Andernach, que estaba firme en mi lista. Al revés que en otros pueblos, aquí la muralla no había sido derrumbada, y la zona nueva se había añadido extra-muros sin dañar el anciano perímetro. Pero antes hubo un“Permiso, ¿puedo pasar al baño?”  en una Weingut –vinería, taberna- y al salir varios curiosos que me habían visto desmontar la bicicleta me preguntaron si quería unirme a su mesa redonda y repleta de copas de vinos blancos. Las copas eran elegantes, y al ser llenadas por la camarera se volvían doradas, y así resplandecía por contraste el escudo de la ciudad con sus llaves cruzadas. Fue el primer punto de probé el famoso vino blanco del Rin, provenientes de los viñedos cada vez más frecuentes.  Hablamos de la familia Hohenzollern(de la que provenía el Kaiser y todos los reyes prusianos), del papa Francisco (porque ahora hay un argento con más influencia que el Kaiser), y también de un curioso géiser de agua fría que hay en las cercanías pero que no logró llamar mi atención. Tras la tercera copa deserté y salí a hacer un tour beodo de Andernach, en ese estado de glucklichkeit(felicidad) y sobre pedales.

                             
                                                                      Y por estas calles, si mirás bien...


                                                        ...hay gente dispuesta a sumar una silla a la ronda...


                                                                               ... y llenar tu copa.

EL MÉTODO "PREGUNTÍN, PREGUNTÓN"


Fotografié algunas de sus torres y murallas, y al ver las fotos en la pantalla digital noté los nubarrones de fondo. "Mejor busco dónde pasar la noche." Y pregunté a un pelilargo canoso pinta Led Zeppelin. Dije "este es medio hippie, me invita a su casa", pero el hippie me consejo acampar en la colina de Krahnenberg, afuera del pueblo. Camino a ese sitio, seguí –como es de rigor- preguntando a la gente en busca de lo de siempre. Segundo intento: chica onda cool-alternativa flequillo teñido caoba, muy polite ella me mandó a  acampar al Rin. Un tuerca con el labio partido que restauraba –por el amor de Dios- un Renault 5, no tenía ni idea. Y entonces el cuarto intento, me dijo “Hello” antes que yo “Entschuldigung”, percantándose de mi extranjería antes que ellos entraran en mi radar. Cuando hacés eso conmigo es como que fuiste. “Perdiste” dije en español audible pero por nadie entendido. Cuando miro, zas, un hombre en bata de terciopelo, sacando a pasear a un gato llamado Antón. Le volví a preguntar. “¿Dónde puedo acampar?”–pregunta que en realidad, siempre apunta a que el interrogado me invite  a su casa- y él se frotó el mentón y al cabo de treinta segundos, llamó a su mujer. “Ella habla muy bien inglés”. Y la mujer llegó, intercambiaron miradas y frases que no entendí, y me dijeron que tenían una habitación sencilla. Estaba salvado. 

Esta pareja sexagenaria hizo mucho más que hacerme zafar de armar la carpa bajo la lluvia que ya caía. Su casa era prácticamente un museo. La familia de la familia Salzman era prácticamente un museo: había una sala dedicada a los recuerdos de familia, y rebosaba de relojes de pared, retratos de antepasados húngaros llegados a Alemania en 1890, mobiliario barroco del 1700, y libros con tipografía gótica. Me fui a dormir pronto, pero durante el desayuno, la mujer me narró todo el árbol genealógico de la familia, con guerras mundiales, éxodos, y migraciones a las lejanas colonias alemanas en Ostafrika a sembrar café incluidas. También torturas en sótanos de la resistencia, padres viajando en bicicletas con patente francesa en la Alemania ocupada de posguerra para visitar novias, madres que escapaban de un bombardeo en Kassel con un violín bajo el brazo, todo lo que había podido manotear entre el ulular de la alarma antiaérea y el kabúm de la bomba. La mujer tenía memoria enciclopédica, recordaba fechas, la profundidad de las heridas o los amores, el nombre de barcos llenos de inmigrantes y todo mientras untaba otra prolija tostada. Me sentí profundamente atravesado por la historia, como si además de recorrer el Rin éste se volviera un eje, un nodo de encuentro, me sentí agradecido.


                                                               Antigua grúa medieval junto al Rin. (Andernach)



Cuando viene una inundación, los alemanes, prolijamente, colocan una placa para señalar hasta dónde llegó el agua en cada Hochwasser.



                       Señor invasor: no acelere demasiado con su tanque de guerra, niños jugando.

El desayuno se extendió tarde que salí tarde hacia Koblenz, la única ciudad grande en la zona, 30 km al sur. Como la lluvia me seguía pisando los talones decidí quebrar el chanchito y comer un buen plato de típica comida alemana. Lo que sucedió esa noche en Koblenz me hizo pensar que a veces mi inconsciente se me adelanta varios pasos. Hago cosas y sólo un rato después entiendo por qué las hice. En el barrio de Neudorf entré a una pintoresca taberna llamada “Zum Alten Braurei” (La Vieja Cervecería). Le pregunté a dos hombres que fumaban afuera qué cerveza alemana me recomendaban y entré. Solo eso. Allípedí un pato de Schnitzel, y me reconforté, sin perder de vista que al terminar mi pequeña recompensa, tendría que buscar dónde acampar. El scnitzely la cerveza blanca Erdinger llegaron y me puse a hablar con una pareja que cumplía 25 años de casado. Y les pregunté dónde acampar. Y ellos hicieron un par de llamadas, y a los dos minutos me dijeron que el camping estaba pago a mi nombre. 




Cuando la cuenta llegó estaba paga por el hombre a quién le había pedido que me recomendara una cerveza. Todo se alineaba, Koblenz no le cobraba un doloroso peaje a este argento bicitransportado sino que levantaba las barreras para que siguiera rodando. A este punto, ya me quedaba bien claro que la supuesta frialdad de los alemanes era una exageración, un estereotipo, quizás a alguien no le funcionaba el termómetro.




Coblenz es sede del Deutsces Ecke (la esquina de Alemania) o ese punto donde el Rin se cruza con el Mosela para abrir otro valle encantado repleto de castillos. Para ver desde el aire este encuentro, lo mejor es tomar una aerosilla hacia la fortaleza de Ehrenbreitstein, antiquísimo, sede de cañonazos y plumas poetas por igual, ya que en los salones literarios que los nobles organizaban, Goethe escribió la masa principal de su libro  “Poesía y Verdad”. 



                                            Esta foto no está tomada en un museo....



                    ... sino abajo de un puente cualquiera. Glamour hasta para un picnic en el camino.


El Coblenz comienza la zona del Rin conocida como el Rin Romántico, el tramo hasta Bingen, declarado Patrimonio de la Humanidad. Me dijeron que era como un túnel del tiempo. Me pregunté si podía ser más lindo de lo que ya había visto, mientras conciliaba el sueño y las gotas de lluvia se volvían tambores sobre el cubretecho de mi carpa.

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LOS CASTILLOS DEL RIN DE KOBLENZ A BINGEN EN 10 ESTACIONES VAGABUNDAS

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castillo de marksburg

Entre Coblenza (Koblenz) y Bingen se extiende el tramo más pintoresco (65 km) del Rin Medio, llamado Rin Romántico desde que varios pintores y poetas del s.XIX quedaron extasiados ante su justa combinación de castillos en ruinas, glorias pasadas, y pobreza presente (de ese entonces). Por eso la UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad, y por eso este escritor entrometido aceleró su bicicleta “Mulata” —con las alforjas indecorosamente repletas de comida de supermercado y sanguchitos— por sus prolijas ciclovías.  A medida que visitaba cada emérita ruina, fui paseando mi pintoresca marginalidad, haciendo amigos y malabares para encontrar dónde dormir cada noche. Abajo, las historias. (Hacé clic acá para ver las historias del tramo de Bonn a Koblenz)


Episodio cero: la banderita

Desde que salí de Bonn que quería ponerle a “Mulata” una banderita argentina. ¿Pero dónde comprar una bandera argentina en Alemania? En Koblenz me di cuenta que, como se aproximaba el Mundial, los kioskos turísticos vendían banderas de todos los países participantes. Así, sobre la alforja trasera “Mulata” pasó a exhibir una bandera argentina y una alemana, como si fuera un vehículo diplomático (y tal vez lo era, porquequé somos los viajeros sino horizontales y populares facilitadores de entendimiento). ¿Qué buscaba con las banderitas? Romper el hielo, iniciar conversación, salir del anonimato en un país donde todo el mundo pasea en bicicleta y atraer la atención para relacionarme con los locales.

1.CASTILLO DE STOLZENFELS

stolzenfels


El Castillo Stolzenfels se encuentra apenas 8 km al sur de Koblenz, y parece más obra de un artista que de ingenieros, como si lo hubieran colocado sobre la colina para surtir un efecto estético. Fue construido en 1259 y destruido en el siglo XVII por Luis XIV. Después, y por 150 años, fue sólo ruinas, hasta que en 1824 el príncipe prusiano Federico Guillermo lo restauró para usar como residencia estival. Pero claro, en esa época, el trámite era algo pomposo, y el buen Federico tomó posesión de su castillito de verano con una procesión de antorchas y vestido a lo medieval. Porque hay que aclarar una cosa, ya en el siglo XIX —mucho antes de Game of Thrones— había nostalgia de lo medieval. A mí lo que me impresionó fue el interior. Era una muestra de cómo vivía la nobleza prusiana de la época, con muebles barrocos y sillas labradas con los escudos de sus familias  y respaldos de pana abultada. Desde sus torres, observé la curva que hacía el Rin y el castillo de Marksburg posarse bravamente sobre otra colina a pocos kilómetros. La densidad de castillos en el Rin Romántico es tal (la mayor de Europa) que uno puede siempre ver el siguiente...                                               

Para visitar el Castillo de Stolzenfels: Entrada €4. Los que no hagan dedo pueden llegar tomando el Bus 650 hasta el estacionamiento del castillo y de allí caminar 15 minutos.

2. SPAY Y EL CASTILLO DE MARKSBURG DESDE UNA COPA DE VINO 

vinos del rin

Marksburg, en la orilla derecha, es el único castillo sobre el Rin en que jamás fue conquistado desde su construcción en el siglo XII. Es el arquetipo del castillo perfecto. Al punto que si tienen sólo tiempo para ver dos castillos en el Rin, con Stolzenfels y éste se llevarían una idea del asunto.Hace tiempo descubrí que a los castillos y afines disfruto mucho más observarlos desde lejos. Por instinto uno quiere entrar, pero en algún momento me cayó la ficha de que lo que enamora, emburbuja y hace evocar son las formas, es la ilusión más que las esencias. Por eso, antes de visitarlo, me senté a espiarlo desde una Weinstube (vinería) con balcón al río en Spay, el pueblito que está justo enfrente. Pedí una copa de vino seco, el típico del Rin, y lo miré a través del néctar de los dioses. Había infinitos castillos de Marksburg posibles, a medida que la luz tornasolada, sepiada del atardecer vertía tonos caramelo sobre sus muros y torreones.  Al otro día fui al castillo. Porque si estaba ahí y no entraba me iba a sentir un perejil. Dicho y hecho, su salón gótico, su cocina y sus bodegas y sus cámaras de tortura me impresionaron menos que su postura sobre el Rin.

rin romantico


Para visitar el castillo de Marksburg: hay que tomar un ferry (€1,50) desde Boppard, 20 km al sur de Koblenz, a la orilla derecha del Rin. Desembarcan en el pueblito de Flissen y de ahí retroceden (es decir, vuelven hacia el norte) unos kilómetros hasta Braubach. Desde ahí es una caminata de 20 minutos colina arriba. Me dijeron que el bus 570 va directo desde Koblenz, pero no pude confirmarlo.

pubs en alemania


Después de jugar al caleidoscopio con el castillo me di cuenta que aún no sabía dónde iba a dormir. Decidí probar el método irlandés, es decir, meterse en un bar y hacer amigos. Y así entré en “Zum Grunen Brunnen” una taberna llena de ancianos, porque todos los jóvenes de estos pueblitos huyeron a estudiar o trabajar a otra parte.  Yo pedí una cerveza y mantuve mi sonrisa de idiota –sacra defensa- desde la punta de la barra, hasta que uno me miró, alzó su copa y dijo pros”.In meine Land wir sagen Salud! (le expliqué cómo se decía en Argentina) y de ahí ya hablamos como antiguos amigos. Mis compañeros de trago eran Wilhelm y Ludwig, un pintor y un viejo conductor de locomotoras. Era una taberna típica, con gente que al entrar golpeaban la barra como si fuera una puerta, con gente que fumaba dentro y meseras que anotaban las cervezas pedidas por cada borrachín con una marca de birome en el posavasos. Invité a los locales a enviar una de las postales del Desafío Rin pero estaban ya tan pasados de copas que se las enviaron a sí mismos, por lo que a la mañana siguiente di vueltas por el pueblito dejándolas en sus propios buzones. 

camping en spay


Antes de irme pregunté si alguien sabía dónde podía acampar. Al unísono dijeron que en la plazoleta del pueblo, cosa que hice previa aprobación del delegado del pueblo, que no era una figura solemne sino uno de los borrachines que dio su aprobación levantando una mano ahogada por el porrón que estaba empinando.


3.PINCHAZO EN BOPPARD

Teehausje bopard


Cuando llegué a Boppard no sabía que iba a colgar allí dos días. Boppard es un pueblo de 16,000 habitantes que se usa de base para caminatas en las montes Hunsruck pero tiene además mucho para ver, como la Teehausje, una estrecha y alta casa de té de 1519 donde uno esperaría ser atendido por elfos o duendes o los 55 metros de muralla romana original del siglo IV. También es cuna de Michael Thonet (1796-1871) el inventor de las sillas Thonet que podemos encontrar en muchos bares porteños. Igualmente, mi approach fue vagabúndico. Un pinchazo en la rueda trasera de Mulata me dejó varado en el pueblo.

cambiar una camara


Un empleado de DHL que venía a doscientos por hora con su bicicleta desde Frankfurt y ya había hecho 116 km –según el GPS que llevaba en el manubrio- se frenó a ayudarme. Juntos descubrimos que no sólo la cámara estaba pinchada, sino que a la cubierta tampoco le quedaba perfil. Jan –así se llamaba- me regaló una cámara. Me qeudé admirado de la sincronicidad: necesitaba una cámara y me llegaba en bici al minuto y por DHL. Pero para comprar una cubierta nueva tenía que ir a la única bicicletería de Boppard, y era domingo. (Lo pude hacer el lunes, pagando €27 euros con mucho dolor). Así que con la bici pinchada empecé a caminar por donde me llevaban los pies. No sé si me estoy volviendo muy místico o qué, pero escucho a mis pies más que a cualquier guía de viajes. Me puse a hablar con el dueño de una cafetería italiana que me preparó y envolvió unos sándwiches y, al doblar una esquina, alguien me gritó: “Are you from Argentina?” Y era el tipo de la foto de abajo.

escuela pestalozzi argentina


Heinrich había visto la banderita argentina en mi bicicleta –siempre procuraba que estuviera flameando y no enrollada- y me contó que era investigador. Había visitado Argentina 14 veces para investigar la resistencia al nazismo en las escuelas alemanas argentinas durante la década del 30, especialmente en la Escuela Pestalozzi de Buenos Aires. Me invitó a desayunar y con abundante gesticulación de bigote me contó vida y obra de pedagogos que habían activamente boicoteado el plan nazi de lavarle el cerebro a todos los descendientes de alemanes que habitaban en Sudamérica. Heinrich también consiguió que acampara en el jardín de una amiga suya que era enfermera. Fue el primer milagro de la banderita argentina.

Tengo que agradecer a la gente de la hermosa hostería Schinderhannes por haberme recibido en mi segundo día en Boppard (ya necesitaba una ducha y aggiornar el blog) Lo más llamativo es que en la taberna de la hostería el vino te lo sirve Dhana, hija de la dueña y reina del vino del Rin…  Dato importante: en la hostería hablan español.

sesselbahn vista panoramica


Ya con base en la pensión me subí al Sesselbahn (€6,20 ida y vuelta) una telesilla que te sube hasta un punto de vista panorámica. Desde ahí puede ver la curva más cerrada en todo el Rin, justo delante de Boppard…

cruceros por el rin romantico


… y también espiar los pueblos que me tocaría recorrer el día siguiente.


4. HOLZFELD Y LAS CABRAS.

El instinto lateral, ese que te lleva desbandarte y buscar caminos invisibles me impulsó a seguir una ruta pequeña que salía de costado. Casi sin saberlo me metí en los montes Hunsruck. La ruta era en subida per me sentía inmensamente feliz de salirme de la línea del Rin y escapar un poco del turismo. Mientras pedaleaba pesadamente vi conejos y cabras y llegué al pueblo con una sonrisa. Ahí fue el segundo milagro de la banderita argentina. Otro grito llegó desde atrás de una tapia: “Do you come from Argentina?”. Y una hora después la mesa estaba puesta para este vagabundo… Como siempre, los castillos en ruinas, los paisajes obligados están en la ruta principal. Pero apostar fuera de ese paño tiene su recompensa. Estaba feliz de volver a comprobarlo.

frutillas alemanas

Pero antes, Rheinhardt y su hija Marion me llevaron a conocer la Holzfelder Ziegenkase, una granja de cabras a la que apoyaban comprando cantidades desmedidas de queso, leche y cualquier otro derivado caprino. Al punto que la cena consistió de té con frutillas –las más ricas que probé en mi vida, lo juro-, cerezas y queso de cabra. A la mañana siguiente, no sé por qué no me sorprendí cuando Rheinhardt me preguntó: “¿Le ponés leche de cabra a tu café?“ pero sí me sorprendí cuando antes de irme me extendió su mano con un billete azul de €20. “Para tu aventura…” Me fui de esa casa con una bolsa de frutillas y queso de cabra –estaba cantado-. Amo cuando voy sumando a la canasta alimentos que sin producidos en la región donde estoy viajando, porque eso me une más al lugar, y porque, si hubiera sido un bardo medieval en el 1300, también me hubiera ofrecido queso de cabra y no una lata de Coca Cola…

queso de cabra alemania


Lo curioso de Alemania es la mezcla de tradición y vanguardia. Mientras un hombre insiste en producir quesos de cabra con recetas medievales…



... al lado hay otro que construyó su casa según los principios del Feng Shui. O quizás para que haga juego con su BMW. Y eso que estamos en una zona de Alemania considerada pobre…


5. CASTILLO DE RHEINFELS: SALVADO POR UN CABALLO

Salí envalentonado de Holzfeld siguiendo  un sendero llamado “Burgweg” que cruzaba el bosque. Me juraron que estaba señalizado, pero me perdí y empecé a andar en círculos. Perdido, después de una hora apareció esta mujer a caballo, que me remolcó hasta un camino seguro….

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El castillo de Rheinfels aparece 10 km al sur del pueblo de St. Goar y visitarlo cuesta €4. Fue construido en 1245 por el conde  Dieter de Katzenelngbogen. Y si me preguntan la verdad, a esa altura estaba tan saturado de castillos, que me juré no entrar a ninguno más. Mirarlos desde lejos con una copa de vino en la mano era más satisfactorio… Dos cosas me llamaron la atención de Rheinfels, sin embargo, los restos de la bodega donde alguna vez hubo un barril de 200.000 litros (se calcula que en la Edad Media el consumo de vino per cápita era de 2,5 litros) y una fuente en la que la orden de St. Goar bautizaba a sus nuevos miembros (que no eran nobles ni eruditos, sino, a saber, cualquier extraño que pisara el mercado de St.Goar, democráticos los tipos)

castillo de katz


Y enfrente de Rheinfels, como un amante o enemigo enterno, el Burg Katz (cerrado al público), o Castillo de Katz, que en alemán significa gato. Muy cerca de él (no tengo foto) hay otro, llamado Burg Maus (ratón)que había sido construido previamente por el arzobispo de Trier. Era la época en que los curas construían castillos…


6. EL RIN ROMÁNTICO, LORELEI Y LA ADUANA DE KAUB

Entre St. Goar y Bacharach se encuentra el tramo más mítico del Rin, donde el río ha cavado un profundo cañón y las laderas son realmente verticales y los viñedos parecen estar colgando. Entre este sinuoso devenir hay hitos que han alimentado las leyendas y mitos germanos, dando sustancia a óperas de Wagner y letras de metal gótico contemporáneas por igual. Uno de ellos es la roca Lorelei, un peñón  traicionero en donde los navíos aprendieron a naufragar. Así creció la leyenda de una especie de sirena, que hechizaba la atención de los marineros que, al intentar alcanzarla, rompían sus embarcaciones y se ahogaban a los pies de la mujer montaña.

aduana kaub


Siguiendo por la orilla izquierda del Rin, aparece de golpe la aduana flotante de Pfalzgrafenstein, frente al pueblo de Kaub. Desde esta fortificación construida sobre un islote en 1326 se levantaban cadenas hacia ambas orillas que impedían que nadie pasara sin pagar peaje. Si alguien lograba pasar, había cañones apuntando río arriba. Otra que el AFIP…  Para visitar el castillo hay que tomar un ferry desde Kaub.

7. BACHARACH: “LE GRITAMOS A TODOS LOS CICLISTAS QUE PASAN”

bacharach


Llegué pedaleando bajo la lluvia a Bacharach, mi lugar favorito sobre el Rin. Aquí ya había estado en 2007, y un tipo que tomaba cerveza frente al río me había invitado a beber con él, y luego me había dado posada en una casa rodante en su jardín. Me sentí tentado a buscarlo, pero quién sabe si se acordaría de mí. Decidí buscar nuevos mecenas, pero antes tenía que preocuparme por lo elemental: llovía. Entonces, caminando por la Obberstrasse vi un cartel con la corneta postal, que en todo Europa simboliza, desde tiempos medievales, los correos. Era la AltePosthof, una mansión que, desde 1724, había sido una antigua posta, donde las diligencias que llevaban correo entre Colonia y Frankfurt cambiaban sus caballos. Entendí súbitamente que era el lugar ideal para que un cartero bicitransportado como yo se refugiara de la lluvia. Ahora, la Alte Posthof era un restaurante, pero de precios normales. Decidí gastar diez de los veinte euros que me habían regalado en Holzfeld y sentarme a comer una típica salchicha alemana con guarnición. A los ojos de muchos era un pobre ciclista alcanzado por un chaparrón que contaba las monedas para pagar la cuenta, pero yo me sentía un épico y coherente cartero. Tenía que entregar una postal en Fischbach, por lo tanto, además de recorrer el Rin y sus castillos, tenía una misión postal (leé los primeros post del Desafío Rin si no sabés de qué estoy hablando)

Después de comer, caminé entre viñedos hasta una torre medieval para sacar la foto panorámica del pueblo(super recomendable) y salí pedaleando con la idea de acampar a los pies de unas ruinas cercanas en las que, ya había averiguado, no había vigilancia. Pero antes fui detenido por otro grito: “Do you like beer?” Ante semejante frase clavé los frenos como si hubieran dicho mi nombre, apellido y DNI. Había un grupo de personas haciendo una barbacoa y tomando cerveza bajo una sombrilla enorme, en su jardincito frente al río. Cuando vieron mi determinación latina se quedaron algo confundidos: “Ah, ¡frenaste! Hace una hora que le gritamos a todos los ciclistas que pasan pero ninguno frenó. Eres una persona espontánea, ¡felicitaciones!”

Después de felicitarme por lo regalado que estaba me acercaron chuletas y cerveza. Cuando mi bicicleta cayó al suelo –me pasaba seguido, porque las alforjas estaban cargadas y el pie era muy endeble- uno de ellos, que estaba algo más borracho, comenzó a pedirles a todos silencio, porque según él mi caballo estaba durmiendo.Silence, horse sleeping” – repetía, y yo recordaba que hasta minutos antes estaba en la vieja posta de correos jugando a que mi bicicleta era un caballo. “La mística que simulamos se filtra en la realidad” – me dije. Orbis Tertius, Borges estaría feliz de escucharme. El hombre se llamaba Michel y trabajaba en la planta de tratamiento de aguas. Estaba de fiesta, pero no con los nobles, sino con los humildes. Salvo él, el resto de los presentes era una familia de croatas emigrados a Alemania hacía diez años. Esa noche me alojaron en su casa. Antes, en un punto de borrachera interesante, Michel tomó las banderas de mi bicicleta y se puso a hinchar por Argentina…



8. CASTILLO DE RHEINSTEIN

Pasé por el Castillo de Rheinstein fue la primera residencia estival construida por los reyes prusianos sobre un castillo en ruinas, en 1824. La entrada vale €4, pero vale la pena. Está repleto de armaduras y cornamentas de ciervo como trofeos, vitraux y gruesas alfombras colgadas como cuadros con escenas de caza. Hay detalles, como acuarelas del castillo pintadas por la princesa Guillermina Luisa de Prusia. Una pequeña torre había sido transformada en una sala de lectura y rebozaba de libros viejos y pergaminos. Me quedé pensando en esa princesa amurallada, poeta y pintora, pero prisionera en su castillo, observando al Rin y al mundo desde la torre.

9. DE BINGEN A RUDESHEIM



De Bingen tome el ferry a Rudesheim (un poco más caro que el resto, €2,30) para luego tomar el Seilbahn, o telesilla (€7) hasta el monumento de Germania. Era la época en que todas las naciones del mundo fundaban imágenes alegóricas para reflejar su gloria. Estas efigies luego aparecían en monedas, ministerios, escuelas. Eran el marketing del siglo XIX. Así, Inglaterra tenía su Britannia, Francia su Marianne y Suiza su Helvética. Siguiendo esa tendencia los alemanes eligieron a Germania. En 1877 construyeron este monumento de 32 toneladas y 38 metros de altura. Tienen el águila alemana a sus pies, sostiene una corona y, si bien se lo puede ver como un símbolo militar, hay que considera que Alemania se había unificado apenas seis años antes, dejando de ser una confederación de estados, principados y reinos orgullosamente soberanos para ser una nación. Todos los castillos que acababa de ver por el Rin son una muestra de que la tierra cambiaba de dueño cada cinco o seis kilómetros…

10. FISCHBACH – MISIÓN FINAL

El último día de este viaje en bicicleta fue también el más largo. Tenía que entregar una postal en Fischbach,  una aldea en las montañas Taunus del otro lado del Rin. Por eso, en vez de terminar el viaje en Mainz, que hubiera sido lo más lógico, pedalee 78 kilómetros, algunos de ellos en subida (lo admito, a veces con la bici al costado) Era una zona rural y como la bici era silenciosa, tomaba por sorpresa a ciervos y jabalíes que a último momento daban una zancada para alejarse.

recibir postales


Cuando encontré el número 7 de Waldstrasse estaba super emocionado. Toqué el timbre y le expliqué a la mujer que salió que le traía esa postal de parte de sus amigos de Leubsdorf. Ella se quedó paralizada, dudó unos instantes, luego recordó que no los veía hace años, me agradeció y, para mi decepción, cerró la puerta. Allí estaba, como un perrito mojado, sorprendido de que esa mujer no se había conmovido por el hecho de que hubiera levado esa postal en persona por más de 200 km. Por suerte para mí, otra familia me adoptó por la noche. Eran completos desconocidos, pero me abrieron un departamento que tenían en desuso y a la mañana cuando me iba me encontré con el desayuno en bandeja y una notita. 

desayuno en bandeja


El viaje por el Rin terminaba con un recordatorio de que cualquiera puede ser tu familia por un día, el que sea, ese hombre que abre el periódico en un banco de la casa o esa familia que merienda en su balcón. En mi viaje por el Rin, de 12 noches, sólo tuve que acampar 3. El resto dormí siempre bajo techo. Creo que el mito de la frialdad de los alemanes queda, sino derribado, al menos cuestionado. Patrick Leigh Fermor, escritor inglés que hizo recorrió el Rin a pie en 1933, dijo que los alemanes se mostraban siempre benévolos hacia los jóvenes errantes. Hoy, en 2014, esta realidad se mantiene, y con esa certeza doy por justificado mi viaje y me subo al tren de regreso a Bonn con “Mulata”.

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DE FLORENCIA A SIENA: FRAGMENTACIÓN ALQUÍMICA DE TOSCANA

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Este post NO es una guía práctica para viajar por Toscana de Florencia a Siena, probando los vinos de la región de Chianti o la bistecca fiorentina en Panzano, ni durmiendo en agriturismos económicos. Este post no te va a tirar un maldito dato sobre itinerarios normales por el Val`d Orcia ni de precios de hoteles o alquileres de autos en la Toscana. No. Todo lo anterior es un anzuelo para engañar al cieguito de Google, que no incluye un post entre sus resultados sino tiene palabras clave. Si vos, estimado cibernauta, caíste en este post buscando recetas mágicas para experiencias formateadas, tal vez debas pasar de largo. Si, en cambio, podés sacar ideas de la crónica de este mochilero argentino en su intento de hacer todo la anterior sin un peso, pero fielmente detrás de la esencia de la Toscana, ¡entonces bienvenido! 

Cada día tomamos contacto con un ingrediente distinto de Toscana, desde el vino hasta el Renacimiento, siguiendo esa vocación de alquimia que tiene este viaje experimental por Europa:


1. EL VINO (DESDE LEJOS): GREVE IN CHIANTI Y MONTEFIORALLE.

Para agilizar la salida de Florencia tomamos un bus hasta Greve in Chianti, el pueblo más grande de esta histórica zona vitivinícola.  Estábamos en la SR (Strada regionale) 222, que elegimos como alternativa a la autopista que va directo de Florencia a Siena, y teníamos un buen mapa, el Michelín Italia. Atlante Stradale e Turístico, con escala 1:300.000 (en estaciones de servicio, €15) un libraco en el que aparece hasta el último pueblito de Italia, fundamental en un país donde los sitios de interés pueden ser monasterios en medio de la nada. Así aterrizamos en Greve y hicimos una compra de supermercado que nos abasteció de comida para varios días. Ahí ví por primera vez los vinos regionales,  pero me abstuve de comprarlos confiando en que la ruta me daría mejores términos de intercambio. Nuestra llegada a Greve coincidió con el partido de Argentina- Nigeria. Nos metimos en un bar, allí conocimos a una bailarina argentina que vivía en Los Angeles y a su fidanzatoitaliano. Ellos nos convidaron lo que quedaba de su picada y un poco de vino blanco y luego nos llevaron con su auto a Montefioralle, un mínimo borgo medieval apenas 2 km afuera de Greve, que nos parecía demasiado agitada con turistas.



Montefioralle, en cambio, era un silencio de piedra que por momentos se hacía farola, portón desgastado o arco de piedra. No vivirían más de cien personas (y cincuenta gatos). Las calles viraban en ángulos imprevistos y desembocaban en miradores hacia los campos de vides, que estaban abajo, en otro plano. Lo que más me llama la atención de Europa es algo que pronto el ojo da por sentado: hay infinidad de planos. Dentro de un pueblo, las calles son cuestas y las casas se van escalonando y girando como si bailaran al ritmo dictado por las primeras. Así, cada rincón de cada ciudad o pueblo es impredecible para el ojo, a diferencia de las ciudades argentinas que parecen tableros de tatetí.  Nos tocó llegar al  tramonto (atardecer) y quedamos enamorados. Supe enseguida que era el lugar ideal para pasar la noche. Vi unas terrazas con olivos, y no dudamos en tocar el timbre de la casa más cercana. La mujer que salió se llamaba Marta, y nos dijo que podíamos acampar sin problema, que había cortado la maleza por la mañana, que qué lindo nuestro viaje. Al lado había una casona de piedra con una terraza con mesas y sillas que podíamos usar para desayunar y  cuyos dueños iban una vez al mes. Teníamos una vista envidiable de las suaves colinas peinadas con viñedos. Única advertencia: quizás los despierten las cabras por la mañana. Yo, feliz, porque para mí Europa son cabras, viñedos y pueblos más que cualquier otra cosa. Montefioralle, con su iglesia románica del S.X y sus muros que antes detenían invasores y hoy son pasarelas para gatos de nadie, puede parecer un sitio olvidado, pero aquí nació —dicen—Américo Vespuccio, el cartógrafo que dio nombre al continente americano.


Nos despertamos al otro día con una tormenta y tuvimos que refugiarnos en un cobertizo en el que un gallo insistía en picotearnos los pies cuando se le  acababan las migas del desayuno. Lo tomé como un buen augurio, porque el símbolo de la región de Chianti es precisamente un gallo. Durante la tormenta decidimos la ruta. Mapa en mano mirábamos qué otros pueblitos como Montefioralle podríamos sacar a bailar. Elegir la ruta implica evitar la tentación de caer sólo en sitios turísticos y unir –bailar con- los olvidados. Llegar a un pueblo aislado es como abrazar a cien personas.


2. LA CARNE: PANZANO IN CHIANTI, EL CARNICERO POETA Y LA BISTECCA FIORENTINA.



Por la mañana regresamos a Greve. En su plaza encontramos una estatua de Giovanni da Verrazzano, explorador local que descubrió el puerto de Nueva York, y en cuyo honor fue bautizado el puente que une Staten Island y Brooklyn. Pero no pude concentrarme mucho en la historia porque mi nariz insistía en perseguir un hilo de olfato que me llevó a la Anticca Macellería Falorni, una carnicería abierta desde 1729. Habíamos escuchado que en Toscana estaban muy orgullosos de sus cortes y salames, pero al dar un paso en este local me quedé pasmado. A veces realmente no entiendo como logré viajar un año en países musulmanes como Irán y Afganistán, donde está prohibido comer chancho. Soy devoto de la Santísima Picada y tuve que contenerme al ver colgar sobre mí los jamones, y ver como el aroma iba cambiando según caminaba hipnotizado delante de cestos con finocchiona briciolona (salame hecho con semillas de hinojo y vino Chianti) o cinta senese (salames hechos con una raza de cerdos única de Toscana). Tuve que contenerme, más que nada, por los precios. Luego de algunas deliberaciones decidimos que era el día de la carne, y que algunas de todas esos manjares íbamos a probar. Pero no iba a ser en Greve.

Apenas 3 km al sur de Greveestá Panzano in Chianti. Ya lo habíamos visto en el mapa por la mañana, y era una parada gastronómica obligada, porque allí vivía el carnicero poeta. Dario Cecchini es el actual potentado de la Antica Macelleria Cecchini,que pasa de generación en generación desde el S.XVIII. Llegamos rápidamente a dedo y encontramos el local, que era un templo a la carne. El busto de Dante Allighieri no desentonaba con el típico poster con los cortes de carne en donde las vacas parecen estar divididas en provincias. Mis amigos vegetarianos se van a retorcer, pero Dario es un filósofo de la carne, que revolea el cuchillo mientras recita versos de la Divina Comedia y asegura que él ha aprendido a aceptar su oficio y a sobrellevar el terrible dilema de tener que matar animales para alimentar a la comunidad. “Debemos ser carnívoros, pero carnívoros conscientes” – dice. Dice que la industria alimenticia ha alejado (la palabra que usa en italiano es allontanato, impone más distancia) a la carne del hecho de la muerte, y que cada vez es más difícil pensar que lo que tenemos en el plato alguna vez fue una vaca. Lo primero que impresionó a Dario, cuando con 16 años siguió los pasos de sus ancestros, no fue lo que veía al sacar las entrañas de un animal, sino los olores, en sus palabras “el aroma del pasaje de la vida a la muerte”.


                                                              Las provincias de una vaca, y el Dante.

Justo en frente de la carnicería, Dario tiene un restaurante llamado Solociccia. Llegamos a pensar en sentarnos, porque ya habíamos decidido sacrificar un par de billetes para probar algo típico. En mi primer viaje por Europa me quedé con las ganas de todo, llegando al extremo de sentarme en la Hofbrauhaus –la cervecería más antigua de Munich- y pedir un plato de sopa porque no me alcanzaba para una jarra de cerveza. Ahora prefiero ajustar el cinturón al máximo varios días pero probar esos platos que son parte de la cultura local. El tema es que el menú en Solociccia no baja de 30 euros. 

Dos cosas –además del precio- nos hicieron cambiar de opinión. Primero, que el menú consistía en los cortes menos nobles de la vaca. El carnicero poeta tenía una justificación. Decía que él había crecido en una familia de carniceros donde los mejores cortes se vendían, y que él reivindicaba la comida de los pobres (pero con precios de millonario). No me sentía muy cómodo pagando treinta euros por entrañas y chinchulines como si fueran algo gourmet. 

Si querés comer carne posta, Cecchini tiene otro restaurante, donde se sirve solo bistecca fiorentina. Los toscanos derraman lágrimas de orgullo al mencionarla, y los turistas hacen cola para probarla. El tema era otra vez nuestra argentinidad. Macho, por más que me recites la Divina Comedia no te voy a pagar 50 euros por un bife que, además, está crudo. Increíblemente, los toscanos cuentan entre sus filas a poetas que hicieron una anatomía de los infiernos, pero no son capaces de hacer un digno fueguito y terminar de cocer bien la carne. Será que el ciprés es una porquería como leña, ¿o habrá que regalarle a don Darío un Martín Fierro para que pruebe recitando otra cosa? Lo segundo es que mientras todos los turistas esperaban en la vereda la llegada del carnicero superstar, que se sienta junto a los comensales un rato cada noche, sonaba AC-DC. Los turistas australianos sonreían. Yo respeto los circos ajenos, pero soy un payaso anarquista. Le dije a Lau si nos tomábamos el palo y estuvo de acuerdo. Total, siempre tendremos, a media cuadra de casa, en San Nicolás, a César, un rasta que reboza en pan rallado las mejores milanesas de pollo del barrio tarareando Bob Marley y siempre con una remera de patriarca rastafari Haile Selassie, pero no aparece en ninguna Lonely Planet. Le voy a tira la idea de tunear el boliche.


                           Una foto a la china que se saca una foto en la carnicería chic.

En definitiva, queríamos probar algo típico pero que no fuera una versión debilitada de algo que podríamos probar en casa. En todos lados también nos hablaban del cinghiale, nada menos que el jabalí. Cada vez que acampábamos nos decían que cuidado, porque si aparecía una hembra con sus crías se podían volver arrolladoramente celosas. Y nos decidimos por ese. Pedimos un solo plato de jabalí para compartir entre los dos (€13) en el restaurante Oltre il Giardino, cuyo dueño era fan de Batistuta. Alegando estado de mochileritud, no nos cobraron los cubiertos. Acampamos en el jardín de la casa de un carpintero, que por la mañana nos concedió el desayuno.

3. ¡Y LA RUTA TRANSFORMÓ EL AGUA EN VINO!





La elección de la ruta, basada en un buen mapa es fundamental. Para el mochilero, el desafío es lograr experiencias típicas fuera de los lugares típicos (donde hay que pagar por esa experiencia). A veces se logra y otras veces no. Con el vino, tuvimos suerte. Al salir de Panzano hicimos dedo en una ruta menor, intentando llegar al famoso San Giminiano pero por rutas menores.Frenó una mujer en una Amarok. Era alemana pero vivía en la zona desde hacía diez años. El éxodo rural casi despobló el Chianti hasta que en los sesentas los extranjeros empezaron a comprar casas, abrir B&Bs y revalorizar la zona, que llegó a ser llamada Chiantishire por la abundancia de ingleses. La cuestión es que la teutona iba a llenar su damajuana a una bodega. Entramos por unos caminos de ripio a una propiedad rodeada de cipreses, y la mujer comenzó a tocar bocina y a gritar: “¡Iván!”. El buen Iván se bajó del tractor, entró a un depósito fresco y comenzó a llenar la damajuana con un surtidor. Se me ocurrió preguntar el precio. Cuando dijeron sólo €2 el litro, por el mismo vino que, embotellado, la misma bodega vendía en €8 en el supermercado, vacié la botella de agua mineral deprisa en una desesperada challa. Las rústicas manos de Iván pronto aplicaron un surtidor conectado a los barriles de roble, y la botella se llenó de delicioso Chianti classico. La alemana pagó todo junto. La ruta había transformado el agua en vino. ¡Y así tuvimos motivos para sonreír aunque las esperas en las rutas fueran largas! 

4. CONTANDO OVEJITAS: MAZZOLA Y LOS PASTORES DE RECUERDOS.

De allí volvimos a salir a la ruta sin rumbo. Nos frenó una pareja alemana que estaba de vacaciones y que iba a Volterra, pero como no queríamos caer en otra ciudad turírstica, hicimos parte del camino y luego anunciamos: nos bajamos en el próximo cruce. Y el próximo cruce iba a un pueblito llamado Mazzola. Los alemanes se miraron con cara de “estos están locos” y nos llevaron hasta el mismo pueblo, desviándose 4 km. El paisaje había cambiado y en vez de viñedos, había suaves colinas de trigo silueteadas una contra la otra que, desde la altura, parecían de terciopelo o gamuza.



Tuvimos la oportunidad de hablar directamente con el 10% de la población de Mazzola, es decir, con 4 personas de los 42 que eran el total. El mozo de un restaurante nos dijo que podíamos acampar abajo, junto al río, pero inmediatamente tres viejitas que estaban sentadas en un banco murmuraron su desacuerdo. El banco daba a la única calle de ingreso al pueblo, por lo que imaginé que estaban ávidas de eventos. Ahora que algo había sucedido, tomaban decisivamente cartas en el asunto. Para el septuagenario triunvirato, si acampábamos en el rio nos iban a comer los jabalíes. Una de ellas dijo que en la parte baja del pueblo había un terreno donde por la mañana se celebraría una boda. Bajamos, acompañados por la viejita que, más rápido que nosotros y a pura sandalia, se bajó medio camino de montaña. El sitio estaba bien, pero seguimos viendo opciones como si fuera una góndola de supermercado. Descartamos un barrio privado con diez casas abiertas y abandonadas (la crisis, la crisis) aunque era tentador, y aceptamos la invitación de una pareja de antiguos pastores de acampar junto a su casa. La pareja tenía al menos ochenta años. Se movían con lentitud geriátrica pero nos miraban con ternura de niños.


Armamos la carpa en un verdadero mirador, porque en Italia las casas replican esa ascensión, el mismo susto de las llanuras que los castillos y se encumbran en una colina. Por la mañana volvimos a ver a nuestros benefactores. Yo me levanté antes que Lau, despertado por la orquesta de campanas de un rebaño que se acercaba, custodiado por un par de perros ovejeros. Entonces advertí que mi mirada no era la única: vestido con un raído pantalón de tiradores y una camiseta desgastada estaba Cósimo, el anciano pastor, también oteando el rebaño con matutina calma. Me ofreció un café y acepté aunque no quería un café, porque quería romper el hielo. Entramos en una cocina con muebles viejos y almanaques vencidos, donde ya estaban desayunando su mujer y su cuñada. Cósimo tenía 86 años. Había migrado desde la isla de Cerdeña en 1960, en barco, junto a todos sus animales. Desde que tenía memoria había sido pastor. Recordaba las épocas en que no había establos y dormía junto a sus ovejas: “Noi e le pécore, uguali” – y sonreía con el orgullo de quien no acaba de igualarse con una oveja. Yo, mientras lo escuchaba, pensaba que de alguna parte tenía que salir el truco popular de contar ovejitas para dormir… Dijo que ahora los jóvenes ya no querían levantarse a las cinco de la mañana para cuidar los rebaños, y que en la zona sólo quedaba un rebaño mediano, de 1200 ovejas, cuando antes lo normal eran tres o cuatro mil. Otro hombre de la zona mantenía uno de 400 bestias sólo bajo amenazas de su padre, quien le había dicho que sólo cuando él estuviera muerto podría vender las ovejas. 


                                    Escuchando las historias de Cósimo, el pastor con pasión.

Para Cósimo las ovejas eran una pasión. Por eso, incluso, se había alzado a contemplar rebaños ajenos esa mañana que nuestras miradas se encontraron. Si el tiempo volviera atrás, sería otra vez pastor. Cuando nos despedimos estaban despostando una oveja, y no escuchaban AC-DC.


5. SAN GIMINIANO Y VOLTERRA. LOS PUEBLOS MEDIEVALES



La alemana nos dejó en La Piazza, un paraje, donde almorzamos pan con queso y el flamante vino Chianti que la ruta nos supo conseguir, y de allí hicimos dedo hasta San Giminiano (dos rumanos en un BMW, el operario de un depósito en un Polo, una pareja de turistas franceses en un 307) Dimos un par de vueltas por el pueblo con el desinterés que últimamente me generan los sitios aclamados y que se vuelven escenografías para el satisfecho paseo de turistas. Ya había estado en 2001, pero estando tan cerca, quería mostrarle a Lau esta gema medieval con sus 14 torres como rascacielos medievales (llegó a tener 72).  No tengo mucho más que decir. Había turistas con cámaras de fotos y gente que les decía “bongiorno” para que entraran a comprar vinos o joyas.  


6. LOS DRAGONES: EL PALIO DE SIENA



Si pensabas que Palio y Siena eran dos modelos de Fiat, seguí leyendo. Siena es la histórica rival de Firenze desde la época de las intrigas de los Medicis que se envenenaban entre sí (lo de familia uñita debe haber sido un anticuerpo muy posterior) Lo llamativo es que Siena es, ante todo, rival de sí misma. La ciudad está dividida en 17 contrade (distritos) que compiten entre sí dos veces al año en “il Palio”, una competencia de caballos en los que el fantino (jinete) que representa a cada barrio lucha por el palio, una bandera de seda. El tema es tan serio, que los amigos que son de distintas contradas se dejan de hablar durante el palio, y los esposos distinta afiliación, regresan a casa de sus padres. El fanatismo es tan extremo que las personas son bautizadas en la iglesia, y también en su contrada, donde también son bautizados los caballos que competirán en el evento. Cuando nosotros llegamos a Siena, la ciudad estaba embanderada con los estandartes de la contrada del Drago. Así, sin buscarlo, nos topamos con una tradición medieval viva.


7. VAL D’ ORCIA Y LAS COLINAS DEL RENACIMIENTO


                                                              ¿Viste los rollos de heno?

De Siena en adelante tomamos la SR2 en dirección a San Quirico d’Orcia y Pienza, al sur, pasando por uno de los paisajes rurales más lindos de la Toscana. La tranquilidad del paisaje, en realidad, engaña. Parece un sitio donde jamás hubiera sucedido nada. Y sin embargo, en Toscana esgrimieron su lógica y sus pinceles genios como Leonardo da Vinci, Galileo Galilei, Boticcelli y Michelangelo Buonarotti, para cimentar el Renacimiento. El Gran Ducado de Toscana se transformó poco a poco en una tierra vanguardista para la época, siendo uno de los primeros territorios del mundo en abolir la pena de muerte. Este iluminismo rozó los sectores rurales cuando un tal Ferdinando Morozzi escribió en 1724 un tratado con directrices racionales para la construcción de viviendas campesinas. Así, el paisaje fue reescrito para reflejar valores estéticos y humanísticos, y por eso el Val d’Orcia es Patrimonio de la UNESCO.



Esta foto la tomé en el patio del Palazzo Piccolimini, (tuve que gatillar €5 la entrada) residencia renacentista creada a su capricho por Pio II, uno de esos papas tiranos con un ego por las estrellas. Al margen de los vicios de la época, fue en ese resurgir tras  los dogmas de la Edad Media cuando se reivindicó la consciencia del hombre sobre el universo. La arquitectura humana, que en general interfiere con los paisajes, en Toscana todavía mantiene la sobriedad de esos primeros diálogos, de aquel primer tímido empoderamiento que fue el Renacimiento.

(Cambio de tema de la filosofía a las motos, no apto para cardíacos.)


8. EL APE-RITIVO Y EL GRAN DUCATO DI CAPORNIA




Gracias a un contacto de Jorge y Violeta –titiriteros argentinos en gira por Italia- y a una concatenación de nuevos amigos conocimos a Giulio, en cuya casa en las colinas de Florencia nos quedamos algunos días. Era una casona dividida en varios apartamentos y rodeada de 480 olivos. Giulio llamaba al conjunto Gran Ducato di Capornia (Capornia era el nombre de la calle) Además de ser arquitecto, el Gran Duca (Giulio) era fan de las motos antiguas. Tenía una docena de ellas, y un día nos invitó a pasear en su Piaggio Ape, un triciclo de 1956. Como la idea era ir a tomar un aperitivo, Giulio aseguró que íbamos a un ape-ritivo. El Ape se sigue fabricando hoy, con carrocerías más aggiornadas, y lo incluyo en esta lista de experiencias regionales porque la fábrica está en Toscana. Además, es uno de los vehículos más particulares al que nos subimos en esta vuelta al mundo a dedo!

Nuestro camino ahora sigue hacia la Costiera Amalfitana, en el sur de Italia! ¡Gracias por acompañarnos!

INFO PRÁCTICA PARA VIAJAR DE FLORENCIA A SIENA:

Cómo ir de Florencia a Greve in Chianti: el bus “SITA” (€3,30) desde la Terminal de Florencia –al lado de la estación de trenes de Santa María Novella-. Salen cada 30 minutos y demoran una hora en llegar.

Precio de una botella de vino Chianti: de €8-10.

Más sobre vinos: se puede visitar el Museo del Vino, en Greve in Chianti (€5) donde explican toda la historia de la viticultura en la región. Para degustaciones –no las hicimos- las más top son, 3 km al norte, el Castillo de Verrazzano, donde se producen vinos desde hace siglos (tour de cuatro vinos, una hora, €16) o, 8 km al oeste, en la Abadía de Passignano, una abadía del siglo X donde todavía viven monjes benedictinos (tour de 2 hs y cuatro vinos, €25). Hay que reservar.

Alojamiento en San Giminiano: lo más barato sería la Forestería Monastero de San Girolamo, un hostel gerenciado por monjas benedictinas. Cobran €25 por persona, y suele estar siempre lleno. Mail de reservas: monasterosangiminiano@gmail.com

Mapas: con el mapa Michelin que menciono arriba alcanza en realidad para viajar por toda Italia, pero si están realmente especializados en el tema de los vinos y bodegas (cosa que yo no) deberían conseguir el mapa Le Strade del Gallo Nero (1:80.000. €2, en la oficina de turismo de Greve in Chianti) porque señala también bodegas para visitas y degustaciones. 

NUESTRO RECORRIDO:


Ver Viaje por Toscana en un mapa más grande

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DECÁLOGO PARA UN VIAJE EXPERIMENTAL POR LA EUROPA RURAL

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como preparar un viaje por europa rural

              Buscando en el mapa la SP 292, minúscula ruta entre olivares en el Salento, Italia.

¿Qué busco en Europa?

Cuando dije que veníamos a Europa comenzaron a llover las preguntas: “¡Qué bueno! ¿Van a ir a Barcelona? ¿A Londres? ¿A Roma?” En realidad, lo que busco en este viaje se esconde lejos de las grandes ciudades. En mi primer viaje de mochilero por Europa allá por 2001 cumplí con el necesario ritual de todo viaje iniciático: visitar las capitales y también los pueblos turísticos – como Brujas en Bélgica, Rothenburg ob der Taube en Alemania, o San Giminiano en Toscana- Regresé en 2003 y viví hasta 2005 en Belfast, Irlanda del Norte. Ahí en mayo de 2005 arranqué mi vuelta al mundo, pasando cinco meses más on the road en Europa antes de ir a Medio Oriente, tomando deliberados desvíos para abarcar Escandinavia, los países bálticos, Rumania, Ucrania, etc. Regresé en 2007 por tres meses después del viaje Irlanda-Tailandia (27 meses). Este es, por ende, mi cuarto viaje al continente, y siento que habiendo ya visto “lo que hay que ver”, puedo empezar a ver lo que yo quiero. ¿Y qué es eso?


Para mí Europa es un mosaico de místicas que emanan de sus campiñas o zonas rurales. Lo que hay de único en cada país, nunca pude destilarlo de sus metrópolis chic: necesito  descubrir sus matices región por región, hilar más fino para arrinconar y aislar esencias. Cada país se desgrana entonces en un caleidoscopio de colores más precisos. Toscana no es lo mismo que Emilia Romagna ni Normandía, en Francia, tiene algo que ver con Alsacia. Cuando alguien dice Alemania, no puedo evitar preguntar a qué se refiere ¿a Renania (que recorrí hace poco en bicicleta), a Baviera, a Brandeburgo, a Sajonia?

Este léxico de regionalismos son los que van urdiendo el tapiz europeo, y a cada región le corresponden sus particularísimos quesos, sus nobles vinos o cervezas, una impronta arquitectura... Por todo eso, este viaje por Europa lo hago con pretensiones de alquimista, intentando que la esencia de cada región se vuelva anécdota de forma orgánica, de casualidad, en la ruta.

La parte técnica: ¿cómo preparar un viaje mochilero por Europa rural?

El Viejo Mundo está insertado en el imaginario viajero en función de Parises y Venecias. Pero si ya conociste esos lugares y estás buscando otra experiencia, hay que cambiar el approach al viaje.  Cuesta desmontar la lógica de Interrail que te hace pivotear de lugar turístico en lugar turístico. ¿Cómo empezar un viaje por Europa rural? ¿Qué pueblos visitar? ¿Qué parámetros usar? Olvídense de tomar trenes o buses. Ni siquiera hacer dedo de forma tradicional alcanza para este nuevo abrazo que le quiero dar a Europa. Porque sería como tratar de operar con un machete. Se necesitan técnicas y actitudes precisas para infiltrarse a nivel capilar en Europa… 

A continuación van los criterios que uso yo. Son personales y subjetivos, en tanto están de acuerdo a mis preferencias, que no son las mismos que en mis primeros viajes por Europa -en los que sí estaba más interesado en visitar los destinos "clásicos" de cada país.


DECÁLOGO PARA UN VIAJE EXPERIMENTAL POR LA EUROPA RURAL

1. Una guía de viajes (específica del país y no regional) y un buen mapa con todos los pueblitos del país en que estamos (ahora, en Italia, estamos usando uno con escala 1:300.000). El uso que hago de la guía de viajes no es el típico (el de obedecerla) sino que me sirve para aprender los contextos (punto 5 y 6) y para saber cuáles son los lugares demasiado turísticos a fin de evitarlos o visitarlos a sabiendas de lo que me espera.  

autostop en italia

                                                        Haciendo autostop en Italia

2. Elegir una región, olvidar su capital y ubicar las rutas más pequeñas, que en Europa igualmente casi siempre están asfaltadas y hay tránsito -aún cuando para los parámetros de ellos te dirán que no pasa nadie- ¡Seguirlas! Hacer dedo en estas zonas rurales considerando los highlightso puntos de interés (por ejemplo, los mencionados en nuestra guía) pero uniéndolos por caminos alternativos y buscando paradas intermedias. Viajando a dedo en caminos rurales, es normal hacer tramos de 10 o 20 kms ¡Sin apuro! A disfrutar del paisaje y de las sorpresas, que la gente en esas zonas está menos estresada y es más hospitalaria. Todo lo que necesitás saber para hacer dedo, lo encontrás en este post.

route departamental france

 Las rutas departamentales en Francia están marcadas con la letra "D". No es raro que pasen junto a castillos y palacios que no están marketineados como el de Versailles o los del Valle del Loira.


 En Italia se las llama strade regionali (SR) o strade statali (SS) Todo aquello que se luce en las mesas italianas -pasta, aceite de olivo, tomates, vino- crece a  la vera de estos caminos, que en el sur todavía están delimitados por muretti a secco (pircas) (En la foto se ve también, a izquierda, un trulo, o vivienda medieval de piedra, abandonada.


3. Un paso más allá: apostar a sitios de interés de segundo orden. En Europa, muchas de las ciudades antiguas que aparecen en una Lonely Planet y todas las que son patrimonio de la UNESCO te van a recibir con quinientos alemanes y estadounidenses comprando souvenirs en su calle principal. Cuesta entrar en diálogo con gente del lugar a menos que sea para comprar algo. En cambio, y no lejos de estos, suele haber pueblitos un poco menos espectaculares pero sin turismo, donde la gente del lugar va a ser mucho más receptiva y desinteresada.



Como ejemplo práctico: en el mapa se ve bien claro San Marino, hermosa republiqueta amurallada, orgullosamente soberana desde el S.XIII y con tres castillos. Fuimos, pero apenas pudimos sacar fotos porque delante de la cámara siempre había 50 personas y todas las casas habían sido reformadas con joyerías, relojerías, boutiques, etc. Nos sacamos un par de fotos porque si estás ahí tenés que sacarte la foto y nos fuimos. En cambio, mirando bien en el mapa, decidimos visitar Verucchio, que estaba a 20 km y donde no había un solo turista en sus calles. 


                         Hay pueblos lindos y anónimos para hacer dulce: Verucchio.

Se ve que Verucchio está sobre una ruta regional, en color amarillo, y eso ya nos dice algo. A su vez, vimos que cerca se desprendía una ruta aún más pequeña —en el mapa en color blanco— que iba a pueblitos aún más pequeños: así terminamos en Montebello, donde sólo vivían 22 personas.




Eso incluye aprender a leer un mapa, a deducir cómo puede ser un pueblo a partir de la referencia usada para indicarlo en el mapa y a partir del tipo de carretera que llega a él es un camino de ida que te da libertad y consciencia del movimiento.

4. Hacer dedo desde un punto de interés sin rumbo fijo, a dónde vaya el primer vehículo.

5. Investigar previamente el contexto demográfico de cada región/provincia del país, si se habla un dialecto o no, si es zona de montaña, valles y llanura, sus características diferenciales respecto al estándar del país (Los sanguíneos calabreses no tienen nada que ver con los Piamonteses ni los irlandeses de Donegal con los cosmopolitas de Dublín) Así vamos a saber qué experiencias podemos cosechar en esa zona. En general, saber en líneas generales la historia para poder entender por qué Irlanda está repleta de cabañas de piedra abandonadas (durante la Hambruna de 1845) y castillos en ruinas, o por qué en la Puglia, sur de Italia, hay trulis, pagliari, masserie y otras variantes de la arquitectura rural de la época feudal.

6. Saber qué productos agrícolas prevalecen para entender el paisaje rural. También, para estar alertas a su aparición. Con Lau llevamos un morral en donde vamos guardando la comida, el pan, algunos enlatados, las provisiones que van apareciendo. Y nada nos hace más felices que cuando cae un producto típico, ofrecido por conductores, o porque pasamos al lado de una finca y nos regalan limones, aceitunas o almendras. Para ver ejemplos concretos, lee nuestra experiencia en Toscanao el viaje de Lau por Islandia.

¡Importantísimo! Las fiestas tradicionales son una buena oportunidad de encontrarse más de cerca con su folclore. Hay fiestas como Oktoberfest que tienen fama mundial, pero las fiestas de la cerveza en los pueblitos de Baviera suelen ser mucho más auténticas. Lo mismo ocure durante San Patrick en Irlanda, o durante las sagre en el sur de Italia (En la Notte della Taranta en Melpignano se juntan 100.000 personas, pero en los pueblitos es donde se tiene la verdadera oprtunidad de bailar pizzica en medio de la plaza sobre baldosas de 500 años y no en un predio o estadio.



7. Estar tan atento a los pueblos comoa lo que está entre ellos. Aprender a decir: me bajo acá cuando una zona o un pueblito te inspira. A la inversa, hay que saber subirse a la autopista para cambiar y recorrer otra región del mismo país. Podés hacer 500-800 km por día en las autopistas europeas según tu suerte y empezando bien temprano. (Pronto subiré una guía con consejos específicos para hacer dedo en autopistas)

8. Olvidarse de la lógica de hostel /Couchsurfing. Hay que reconciliarse con el alojamiento espontáneo. La carpa es imprescindible, para poder preguntar donde acampar aún cuando el objetivo real es romper el hielo, presentar la necesidad y causar la hospitalidad espontánea. Cada noche es llegar e improvisar para encontrar dónde dormir. Si la incertidumbre te pone ansioso o te estresa, entonces este tipo de viaje puede no ser para vos.

  
                 Nuestra carpa en Mazzola, un pueblito de 42 habitantes en Toscana


9. De vez en cuando, no está mal conseguir una bicicleta, equiparla con alforjas o pedirlas prestadas y recorrer varios días una zona, como hace poco lo hice de Bonn a Mainz, en Alemania.


                     
                                                                          Arenfels, Alemania

10. Aprender a mirar con cariño establos, granjas y cultivos, a aprender frases en el idioma local. (Hacelo rápido usando el Método Acróbata, jaja)



Nuestro viaje sigue ahora por Italia hacia la Costiera Amalfitana y la Puglia. No estamos subiendo todo al blog por falta de tiempo y, principalmente, conexión.  Estamos acampando mucho, viajando casi sin hacer uso de Couchsurfing, que en Italia al menos para parejas no funciona. Estamos, como decimos con Lau, guerreando tanto o más que en Sudamérica, porque la Europa es civilizada, pero sin euros te volvés un ave marginal que desayuna las migas de esa abundancia. Todos los días, al llegar la noche, es la misma historia: empezamos a preguntar dónde acampar hasta que alguien nos invita a su jardín o a su casa. Tanto es ritual, que se nos ocurrió un nuevo índice para medir la hospitalidad: contamos cuantas veces tuvimos que preguntar hasta que alguien nos tiró una línea. Y luego anotamos: 1/1 (ideal, el primero nos llevó a su casa) o 1/7 (recién el séptimo al que le preguntamos se hizo cargo) A veces, la gente es muy literal y no caza la indirecta, te dice que en ese pueblo no hay un camping y se vuelve a poner los auriculares.


Viajar por Europa siendo argentino



Lo mágico, lo extraño, lo políticamente incorrecto pero al fin real es que esta variedad  ya estaba alojada, intuida en mi imaginería de argentino nieto de un barco. Siento que apenas voy a corroborarla. Quizás porque en casa siempre se habló de la Italia de los abuelos como si quedara a la vuelta de la esquina, y mi madre recordaba frases en dialecto y anécdotas que incluían erupciones del Etna y protestas por el racionamiento durante la guerra. Cuando era chico, imaginaba en blanco y negro. El asombro ante ese origen cultural difuso me puebla como a Drexler sus canciones llenas de ghettos y pasaportes. Quizás no diga nada nuevo, porque para todos los argentinos, el aroma a casa es siempre un puente. Un amigo, lo juro, dijo que él renunciaba a vivir en Asia: extrañaba la milanesa a la napolitana, gentilicio gastronómico contradictorio si lo hay. Mi amigo sentía la rotunda ausencia de los platos de la nonna. Y también hinchaba por Boca Juniors, cuyos colores xeneizes soltaron amarras en Estocolmo.

A la inversa, cuando recorrí Sudamérica, la diferencia entre Medellín y Cartagena me era totalmente ajena antes de visitar Colombia. Nada sabía de la diferencia de idiosincrasia entre los peruanos de la costa y los andinos.  La comida típica de Ecuador –el cocolón, la menestra, la chicha de la Amazonía- las conocí sobre la marcha. Volviendo a la mesa, todos los derivados del trigo que en Europa y Argentina son la dieta fundamental –pan, pasta, pizza- desaparecieron al cruzar a Paraguay, para ser reemplazados por derivados de la mandioca –mbeyú, chipá, etc- y a lo largo de todo el viejo Camino Inca por los hijos del maíz. Todo, menos el idioma y el subdesarrollo, era nuevo para mí. Sudamérica fue descubrimiento en el propio barrio. Europa es reencontrarse en el otro, de visitante.  

¿Dónde se hace sentir más el factor “visitante”? Creo que en el agradecimiento ante la vida de mis paisanos latinos. Los europeos no dejan de hablar de la crisis, con sus amigos y por I-phone, con una sensibilidad histérica ante una racha pasajera de desempleo.  La abundancia ha creado una sociedad regordeta, exigente y, por momentos, llorona. Me lamento de que los pintores se hayan vuelto abstractos en lugar de retratar las piernas cruzadas con zapatos como espejos en los cafés, el glamour de tacos y bolsas de shopping en pleno verano. Y por qué no volverse abstractos e introspectivos si el otro queda lejísimos, porque no hay que abultarse en un colectivo, si no hay más de una persona por auto en la autopista. (recuerdo al taxista afgano que me quiso vender un espacio libre en el baúl) Yo a Europa la aprecio mucho, me hallo, pero le deseo siempre la dosis necesaria de crisis, de destete. Por eso, al viajar por sus intersticios más rurales busco relacionarme con esa parte de la población que todavía no olvidó el esfuerzo del trabajo de la tierra, que está más lejos de la fuerza centrífuga ombliguista que acecha en sus ciudades. (más allá de que hay micromundos por todas partes que son la excepción al arregla)Caminando distinto, por suerte, aparece -casi siempre- esa otra Europa, todavía confiada en abrir sus puertas y preparar sus jardines para las carpas de los caminantes compartiendo un buen vino. Yo sigo cruzando los dedos en cada banquina, hablando con extraños, buscando desbordar hacia el encuentro en un tablero diseñado para que las fichas nunca se crucen. Ojalá sean cada vez más las mochilas que se animen a cruzar el océano. ¡Buenos caminos!

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