Este post NO es una guía práctica para viajar por Toscana de Florencia a Siena, probando los vinos de la región de Chianti o la bistecca fiorentina en Panzano, ni durmiendo en agriturismos económicos. Este post no te va a tirar un maldito dato sobre itinerarios normales por el Val`d Orcia ni de precios de hoteles o alquileres de autos en la Toscana. No. Todo lo anterior es un anzuelo para engañar al cieguito de Google, que no incluye un post entre sus resultados sino tiene palabras clave. Si vos, estimado cibernauta, caíste en este post buscando recetas mágicas para experiencias formateadas, tal vez debas pasar de largo. Si, en cambio, podés sacar ideas de la crónica de este mochilero argentino en su intento de hacer todo la anterior sin un peso, pero fielmente detrás de la esencia de la Toscana, ¡entonces bienvenido!
Cada día tomamos contacto con un ingrediente distinto de Toscana, desde el vino hasta el Renacimiento, siguiendo esa vocación de alquimia que tiene este viaje experimental por Europa:
1. EL VINO (DESDE LEJOS): GREVE IN CHIANTI Y MONTEFIORALLE.
Para agilizar la salida de Florencia tomamos un bus hasta Greve in Chianti, el pueblo más grande de esta histórica zona vitivinícola. Estábamos en la SR (Strada regionale) 222, que elegimos como alternativa a la autopista que va directo de Florencia a Siena, y teníamos un buen mapa, el Michelín Italia. Atlante Stradale e Turístico, con escala 1:300.000 (en estaciones de servicio, €15) un libraco en el que aparece hasta el último pueblito de Italia, fundamental en un país donde los sitios de interés pueden ser monasterios en medio de la nada. Así aterrizamos en Greve y hicimos una compra de supermercado que nos abasteció de comida para varios días. Ahí ví por primera vez los vinos regionales, pero me abstuve de comprarlos confiando en que la ruta me daría mejores términos de intercambio. Nuestra llegada a Greve coincidió con el partido de Argentina- Nigeria. Nos metimos en un bar, allí conocimos a una bailarina argentina que vivía en Los Angeles y a su fidanzatoitaliano. Ellos nos convidaron lo que quedaba de su picada y un poco de vino blanco y luego nos llevaron con su auto a Montefioralle, un mínimo borgo medieval apenas 2 km afuera de Greve, que nos parecía demasiado agitada con turistas.
Montefioralle, en cambio, era un silencio de piedra que por momentos se hacía farola, portón desgastado o arco de piedra. No vivirían más de cien personas (y cincuenta gatos). Las calles viraban en ángulos imprevistos y desembocaban en miradores hacia los campos de vides, que estaban abajo, en otro plano. Lo que más me llama la atención de Europa es algo que pronto el ojo da por sentado: hay infinidad de planos. Dentro de un pueblo, las calles son cuestas y las casas se van escalonando y girando como si bailaran al ritmo dictado por las primeras. Así, cada rincón de cada ciudad o pueblo es impredecible para el ojo, a diferencia de las ciudades argentinas que parecen tableros de tatetí. Nos tocó llegar al tramonto (atardecer) y quedamos enamorados. Supe enseguida que era el lugar ideal para pasar la noche. Vi unas terrazas con olivos, y no dudamos en tocar el timbre de la casa más cercana. La mujer que salió se llamaba Marta, y nos dijo que podíamos acampar sin problema, que había cortado la maleza por la mañana, que qué lindo nuestro viaje. Al lado había una casona de piedra con una terraza con mesas y sillas que podíamos usar para desayunar y cuyos dueños iban una vez al mes. Teníamos una vista envidiable de las suaves colinas peinadas con viñedos. Única advertencia: quizás los despierten las cabras por la mañana. Yo, feliz, porque para mí Europa son cabras, viñedos y pueblos más que cualquier otra cosa. Montefioralle, con su iglesia románica del S.X y sus muros que antes detenían invasores y hoy son pasarelas para gatos de nadie, puede parecer un sitio olvidado, pero aquí nació —dicen—Américo Vespuccio, el cartógrafo que dio nombre al continente americano.
Nos despertamos al otro día con una tormenta y tuvimos que refugiarnos en un cobertizo en el que un gallo insistía en picotearnos los pies cuando se le acababan las migas del desayuno. Lo tomé como un buen augurio, porque el símbolo de la región de Chianti es precisamente un gallo. Durante la tormenta decidimos la ruta. Mapa en mano mirábamos qué otros pueblitos como Montefioralle podríamos sacar a bailar. Elegir la ruta implica evitar la tentación de caer sólo en sitios turísticos y unir –bailar con- los olvidados. Llegar a un pueblo aislado es como abrazar a cien personas.
2. LA CARNE: PANZANO IN CHIANTI, EL CARNICERO POETA Y LA BISTECCA FIORENTINA.
Por la mañana regresamos a Greve. En su plaza encontramos una estatua de Giovanni da Verrazzano, explorador local que descubrió el puerto de Nueva York, y en cuyo honor fue bautizado el puente que une Staten Island y Brooklyn. Pero no pude concentrarme mucho en la historia porque mi nariz insistía en perseguir un hilo de olfato que me llevó a la Anticca Macellería Falorni, una carnicería abierta desde 1729. Habíamos escuchado que en Toscana estaban muy orgullosos de sus cortes y salames, pero al dar un paso en este local me quedé pasmado. A veces realmente no entiendo como logré viajar un año en países musulmanes como Irán y Afganistán, donde está prohibido comer chancho. Soy devoto de la Santísima Picada y tuve que contenerme al ver colgar sobre mí los jamones, y ver como el aroma iba cambiando según caminaba hipnotizado delante de cestos con finocchiona briciolona (salame hecho con semillas de hinojo y vino Chianti) o cinta senese (salames hechos con una raza de cerdos única de Toscana). Tuve que contenerme, más que nada, por los precios. Luego de algunas deliberaciones decidimos que era el día de la carne, y que algunas de todas esos manjares íbamos a probar. Pero no iba a ser en Greve.
Apenas 3 km al sur de Greveestá Panzano in Chianti. Ya lo habíamos visto en el mapa por la mañana, y era una parada gastronómica obligada, porque allí vivía el carnicero poeta. Dario Cecchini es el actual potentado de la Antica Macelleria Cecchini,que pasa de generación en generación desde el S.XVIII. Llegamos rápidamente a dedo y encontramos el local, que era un templo a la carne. El busto de Dante Allighieri no desentonaba con el típico poster con los cortes de carne en donde las vacas parecen estar divididas en provincias. Mis amigos vegetarianos se van a retorcer, pero Dario es un filósofo de la carne, que revolea el cuchillo mientras recita versos de la Divina Comedia y asegura que él ha aprendido a aceptar su oficio y a sobrellevar el terrible dilema de tener que matar animales para alimentar a la comunidad. “Debemos ser carnívoros, pero carnívoros conscientes” – dice. Dice que la industria alimenticia ha alejado (la palabra que usa en italiano es allontanato, impone más distancia) a la carne del hecho de la muerte, y que cada vez es más difícil pensar que lo que tenemos en el plato alguna vez fue una vaca. Lo primero que impresionó a Dario, cuando con 16 años siguió los pasos de sus ancestros, no fue lo que veía al sacar las entrañas de un animal, sino los olores, en sus palabras “el aroma del pasaje de la vida a la muerte”.
Las provincias de una vaca, y el Dante.
Justo en frente de la carnicería, Dario tiene un restaurante llamado Solociccia. Llegamos a pensar en sentarnos, porque ya habíamos decidido sacrificar un par de billetes para probar algo típico. En mi primer viaje por Europa me quedé con las ganas de todo, llegando al extremo de sentarme en la Hofbrauhaus –la cervecería más antigua de Munich- y pedir un plato de sopa porque no me alcanzaba para una jarra de cerveza. Ahora prefiero ajustar el cinturón al máximo varios días pero probar esos platos que son parte de la cultura local. El tema es que el menú en Solociccia no baja de 30 euros.
Dos cosas –además del precio- nos hicieron cambiar de opinión. Primero, que el menú consistía en los cortes menos nobles de la vaca. El carnicero poeta tenía una justificación. Decía que él había crecido en una familia de carniceros donde los mejores cortes se vendían, y que él reivindicaba la comida de los pobres (pero con precios de millonario). No me sentía muy cómodo pagando treinta euros por entrañas y chinchulines como si fueran algo gourmet.
Si querés comer carne posta, Cecchini tiene otro restaurante, donde se sirve solo bistecca fiorentina. Los toscanos derraman lágrimas de orgullo al mencionarla, y los turistas hacen cola para probarla. El tema era otra vez nuestra argentinidad. Macho, por más que me recites la Divina Comedia no te voy a pagar 50 euros por un bife que, además, está crudo. Increíblemente, los toscanos cuentan entre sus filas a poetas que hicieron una anatomía de los infiernos, pero no son capaces de hacer un digno fueguito y terminar de cocer bien la carne. Será que el ciprés es una porquería como leña, ¿o habrá que regalarle a don Darío un Martín Fierro para que pruebe recitando otra cosa? Lo segundo es que mientras todos los turistas esperaban en la vereda la llegada del carnicero superstar, que se sienta junto a los comensales un rato cada noche, sonaba AC-DC. Los turistas australianos sonreían. Yo respeto los circos ajenos, pero soy un payaso anarquista. Le dije a Lau si nos tomábamos el palo y estuvo de acuerdo. Total, siempre tendremos, a media cuadra de casa, en San Nicolás, a César, un rasta que reboza en pan rallado las mejores milanesas de pollo del barrio tarareando Bob Marley y siempre con una remera de patriarca rastafari Haile Selassie, pero no aparece en ninguna Lonely Planet. Le voy a tira la idea de tunear el boliche.
Una foto a la china que se saca una foto en la carnicería chic.
En definitiva, queríamos probar algo típico pero que no fuera una versión debilitada de algo que podríamos probar en casa. En todos lados también nos hablaban del cinghiale, nada menos que el jabalí. Cada vez que acampábamos nos decían que cuidado, porque si aparecía una hembra con sus crías se podían volver arrolladoramente celosas. Y nos decidimos por ese. Pedimos un solo plato de jabalí para compartir entre los dos (€13) en el restaurante Oltre il Giardino, cuyo dueño era fan de Batistuta. Alegando estado de mochileritud, no nos cobraron los cubiertos. Acampamos en el jardín de la casa de un carpintero, que por la mañana nos concedió el desayuno.
3. ¡Y LA RUTA TRANSFORMÓ EL AGUA EN VINO!
La elección de la ruta, basada en un buen mapa es fundamental. Para el mochilero, el desafío es lograr experiencias típicas fuera de los lugares típicos (donde hay que pagar por esa experiencia). A veces se logra y otras veces no. Con el vino, tuvimos suerte. Al salir de Panzano hicimos dedo en una ruta menor, intentando llegar al famoso San Giminiano pero por rutas menores.Frenó una mujer en una Amarok. Era alemana pero vivía en la zona desde hacía diez años. El éxodo rural casi despobló el Chianti hasta que en los sesentas los extranjeros empezaron a comprar casas, abrir B&Bs y revalorizar la zona, que llegó a ser llamada Chiantishire por la abundancia de ingleses. La cuestión es que la teutona iba a llenar su damajuana a una bodega. Entramos por unos caminos de ripio a una propiedad rodeada de cipreses, y la mujer comenzó a tocar bocina y a gritar: “¡Iván!”. El buen Iván se bajó del tractor, entró a un depósito fresco y comenzó a llenar la damajuana con un surtidor. Se me ocurrió preguntar el precio. Cuando dijeron sólo €2 el litro, por el mismo vino que, embotellado, la misma bodega vendía en €8 en el supermercado, vacié la botella de agua mineral deprisa en una desesperada challa. Las rústicas manos de Iván pronto aplicaron un surtidor conectado a los barriles de roble, y la botella se llenó de delicioso Chianti classico. La alemana pagó todo junto. La ruta había transformado el agua en vino. ¡Y así tuvimos motivos para sonreír aunque las esperas en las rutas fueran largas!
4. CONTANDO OVEJITAS: MAZZOLA Y LOS PASTORES DE RECUERDOS.
De allí volvimos a salir a la ruta sin rumbo. Nos frenó una pareja alemana que estaba de vacaciones y que iba a Volterra, pero como no queríamos caer en otra ciudad turírstica, hicimos parte del camino y luego anunciamos: nos bajamos en el próximo cruce. Y el próximo cruce iba a un pueblito llamado Mazzola. Los alemanes se miraron con cara de “estos están locos” y nos llevaron hasta el mismo pueblo, desviándose 4 km. El paisaje había cambiado y en vez de viñedos, había suaves colinas de trigo silueteadas una contra la otra que, desde la altura, parecían de terciopelo o gamuza.
Tuvimos la oportunidad de hablar directamente con el 10% de la población de Mazzola, es decir, con 4 personas de los 42 que eran el total. El mozo de un restaurante nos dijo que podíamos acampar abajo, junto al río, pero inmediatamente tres viejitas que estaban sentadas en un banco murmuraron su desacuerdo. El banco daba a la única calle de ingreso al pueblo, por lo que imaginé que estaban ávidas de eventos. Ahora que algo había sucedido, tomaban decisivamente cartas en el asunto. Para el septuagenario triunvirato, si acampábamos en el rio nos iban a comer los jabalíes. Una de ellas dijo que en la parte baja del pueblo había un terreno donde por la mañana se celebraría una boda. Bajamos, acompañados por la viejita que, más rápido que nosotros y a pura sandalia, se bajó medio camino de montaña. El sitio estaba bien, pero seguimos viendo opciones como si fuera una góndola de supermercado. Descartamos un barrio privado con diez casas abiertas y abandonadas (la crisis, la crisis) aunque era tentador, y aceptamos la invitación de una pareja de antiguos pastores de acampar junto a su casa. La pareja tenía al menos ochenta años. Se movían con lentitud geriátrica pero nos miraban con ternura de niños.
Armamos la carpa en un verdadero mirador, porque en Italia las casas replican esa ascensión, el mismo susto de las llanuras que los castillos y se encumbran en una colina. Por la mañana volvimos a ver a nuestros benefactores. Yo me levanté antes que Lau, despertado por la orquesta de campanas de un rebaño que se acercaba, custodiado por un par de perros ovejeros. Entonces advertí que mi mirada no era la única: vestido con un raído pantalón de tiradores y una camiseta desgastada estaba Cósimo, el anciano pastor, también oteando el rebaño con matutina calma. Me ofreció un café y acepté aunque no quería un café, porque quería romper el hielo. Entramos en una cocina con muebles viejos y almanaques vencidos, donde ya estaban desayunando su mujer y su cuñada. Cósimo tenía 86 años. Había migrado desde la isla de Cerdeña en 1960, en barco, junto a todos sus animales. Desde que tenía memoria había sido pastor. Recordaba las épocas en que no había establos y dormía junto a sus ovejas: “Noi e le pécore, uguali” – y sonreía con el orgullo de quien no acaba de igualarse con una oveja. Yo, mientras lo escuchaba, pensaba que de alguna parte tenía que salir el truco popular de contar ovejitas para dormir… Dijo que ahora los jóvenes ya no querían levantarse a las cinco de la mañana para cuidar los rebaños, y que en la zona sólo quedaba un rebaño mediano, de 1200 ovejas, cuando antes lo normal eran tres o cuatro mil. Otro hombre de la zona mantenía uno de 400 bestias sólo bajo amenazas de su padre, quien le había dicho que sólo cuando él estuviera muerto podría vender las ovejas.
Escuchando las historias de Cósimo, el pastor con pasión.
Para Cósimo las ovejas eran una pasión. Por eso, incluso, se había alzado a contemplar rebaños ajenos esa mañana que nuestras miradas se encontraron. Si el tiempo volviera atrás, sería otra vez pastor. Cuando nos despedimos estaban despostando una oveja, y no escuchaban AC-DC.
5. SAN GIMINIANO Y VOLTERRA. LOS PUEBLOS MEDIEVALES
La alemana nos dejó en La Piazza, un paraje, donde almorzamos pan con queso y el flamante vino Chianti que la ruta nos supo conseguir, y de allí hicimos dedo hasta San Giminiano (dos rumanos en un BMW, el operario de un depósito en un Polo, una pareja de turistas franceses en un 307) Dimos un par de vueltas por el pueblo con el desinterés que últimamente me generan los sitios aclamados y que se vuelven escenografías para el satisfecho paseo de turistas. Ya había estado en 2001, pero estando tan cerca, quería mostrarle a Lau esta gema medieval con sus 14 torres como rascacielos medievales (llegó a tener 72). No tengo mucho más que decir. Había turistas con cámaras de fotos y gente que les decía “bongiorno” para que entraran a comprar vinos o joyas.
6. LOS DRAGONES: EL PALIO DE SIENA
Si pensabas que Palio y Siena eran dos modelos de Fiat, seguí leyendo. Siena es la histórica rival de Firenze desde la época de las intrigas de los Medicis que se envenenaban entre sí (lo de familia uñita debe haber sido un anticuerpo muy posterior) Lo llamativo es que Siena es, ante todo, rival de sí misma. La ciudad está dividida en 17 contrade (distritos) que compiten entre sí dos veces al año en “il Palio”, una competencia de caballos en los que el fantino (jinete) que representa a cada barrio lucha por el palio, una bandera de seda. El tema es tan serio, que los amigos que son de distintas contradas se dejan de hablar durante el palio, y los esposos distinta afiliación, regresan a casa de sus padres. El fanatismo es tan extremo que las personas son bautizadas en la iglesia, y también en su contrada, donde también son bautizados los caballos que competirán en el evento. Cuando nosotros llegamos a Siena, la ciudad estaba embanderada con los estandartes de la contrada del Drago. Así, sin buscarlo, nos topamos con una tradición medieval viva.
7. VAL D’ ORCIA Y LAS COLINAS DEL RENACIMIENTO
¿Viste los rollos de heno?
De Siena en adelante tomamos la SR2 en dirección a San Quirico d’Orcia y Pienza, al sur, pasando por uno de los paisajes rurales más lindos de la Toscana. La tranquilidad del paisaje, en realidad, engaña. Parece un sitio donde jamás hubiera sucedido nada. Y sin embargo, en Toscana esgrimieron su lógica y sus pinceles genios como Leonardo da Vinci, Galileo Galilei, Boticcelli y Michelangelo Buonarotti, para cimentar el Renacimiento. El Gran Ducado de Toscana se transformó poco a poco en una tierra vanguardista para la época, siendo uno de los primeros territorios del mundo en abolir la pena de muerte. Este iluminismo rozó los sectores rurales cuando un tal Ferdinando Morozzi escribió en 1724 un tratado con directrices racionales para la construcción de viviendas campesinas. Así, el paisaje fue reescrito para reflejar valores estéticos y humanísticos, y por eso el Val d’Orcia es Patrimonio de la UNESCO.
Esta foto la tomé en el patio del Palazzo Piccolimini, (tuve que gatillar €5 la entrada) residencia renacentista creada a su capricho por Pio II, uno de esos papas tiranos con un ego por las estrellas. Al margen de los vicios de la época, fue en ese resurgir tras los dogmas de la Edad Media cuando se reivindicó la consciencia del hombre sobre el universo. La arquitectura humana, que en general interfiere con los paisajes, en Toscana todavía mantiene la sobriedad de esos primeros diálogos, de aquel primer tímido empoderamiento que fue el Renacimiento.
(Cambio de tema de la filosofía a las motos, no apto para cardíacos.)
8. EL APE-RITIVO Y EL GRAN DUCATO DI CAPORNIA
Gracias a un contacto de Jorge y Violeta –titiriteros argentinos en gira por Italia- y a una concatenación de nuevos amigos conocimos a Giulio, en cuya casa en las colinas de Florencia nos quedamos algunos días. Era una casona dividida en varios apartamentos y rodeada de 480 olivos. Giulio llamaba al conjunto Gran Ducato di Capornia (Capornia era el nombre de la calle) Además de ser arquitecto, el Gran Duca (Giulio) era fan de las motos antiguas. Tenía una docena de ellas, y un día nos invitó a pasear en su Piaggio Ape, un triciclo de 1956. Como la idea era ir a tomar un aperitivo, Giulio aseguró que íbamos a un ape-ritivo. El Ape se sigue fabricando hoy, con carrocerías más aggiornadas, y lo incluyo en esta lista de experiencias regionales porque la fábrica está en Toscana. Además, es uno de los vehículos más particulares al que nos subimos en esta vuelta al mundo a dedo!
Nuestro camino ahora sigue hacia la Costiera Amalfitana, en el sur de Italia! ¡Gracias por acompañarnos!
INFO PRÁCTICA PARA VIAJAR DE FLORENCIA A SIENA:
Cómo ir de Florencia a Greve in Chianti: el bus “SITA” (€3,30) desde la Terminal de Florencia –al lado de la estación de trenes de Santa María Novella-. Salen cada 30 minutos y demoran una hora en llegar.
Precio de una botella de vino Chianti: de €8-10.
Más sobre vinos: se puede visitar el Museo del Vino, en Greve in Chianti (€5) donde explican toda la historia de la viticultura en la región. Para degustaciones –no las hicimos- las más top son, 3 km al norte, el Castillo de Verrazzano, donde se producen vinos desde hace siglos (tour de cuatro vinos, una hora, €16) o, 8 km al oeste, en la Abadía de Passignano, una abadía del siglo X donde todavía viven monjes benedictinos (tour de 2 hs y cuatro vinos, €25). Hay que reservar.
Alojamiento en San Giminiano: lo más barato sería la Forestería Monastero de San Girolamo, un hostel gerenciado por monjas benedictinas. Cobran €25 por persona, y suele estar siempre lleno. Mail de reservas: monasterosangiminiano@gmail.com
Mapas: con el mapa Michelin que menciono arriba alcanza en realidad para viajar por toda Italia, pero si están realmente especializados en el tema de los vinos y bodegas (cosa que yo no) deberían conseguir el mapa Le Strade del Gallo Nero (1:80.000. €2, en la oficina de turismo de Greve in Chianti) porque señala también bodegas para visitas y degustaciones.
NUESTRO RECORRIDO:
Ver Viaje por Toscana en un mapa más grande
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